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Contra el desasosiego

El intranquilo | Crítica

Errata Naturae publica el conmovedor autorretrato del pintor francés Gérard Garouste, un sereno recuento donde aborda los fantasmas familiares y su combate con la locura

Gérard Garouste (París, 1946).

La ficha

El intranquilo. Gérard Garouste con Judith Perrignon. Trad. Iballa López Hernández. Errata Naturae. Madrid, 2024. 192 páginas. 19,50 euros

“En un país de ideas inamovibles, apegado a su concepto de vanguardismo”, según la propia caracterización del artista, la obra de Gérard Garouste optó por la figuración y ha sabido crear un mundo singularísimo donde comparecen seres mitológicos o tomados de las Escrituras, en composiciones inquietantes que toman la forma de alegorías y cuyo trasfondo simbólico retrata sus obsesiones y sus miedos, nacidos de la doliente trayectoria que él mismo ha contado en un hermoso libro de memorias. Escrito con la colaboración de la periodista y escritora Judith Perrignon, El intranquilo –su título remite al Libro del desasosiego de Pessoa– fue publicado originalmente en 2009, cuando el autor era ya un nombre reconocido, pero más allá de la luz que arroja sobre el significado de su pintura, no tanto de las obras como del impulso que las concibe, el autorretrato conmueve por la delicadeza con la que Garouste enfrenta sus “dramas íntimos”, narrados con una naturalidad que desarma por la completa ausencia de patetismo. No menos que el pintor, como leemos en el subtítulo, protagonizan estas páginas el hijo y el loco.

Tras la rígida educación de los jesuitas, la estancia en el internado fue en su caso liberadora

El recuento se inicia con la muerte de su padre, que Garouste recibe “sin lágrimas” después de toda una vida de desencuentros. Por la parte de la familia, aparecen otros personajes como la “tía Gabrielle” –en realidad su bisabuela, no la supuesta hermana sino la madre de su abuelo, combatiente en Verdún, una caballista de renombre internacional– o los extravagantes tíos que lo acogían durante las vacaciones en Borgoña, un “mundo detenido en el tiempo” donde al contrario que en su propia casa el niño se sentía a salvo, pero es la traumática figura del padre, un hombre colérico que hizo negocio durante la Ocupación con bienes expoliados a los judíos y ni siquiera después renunció a sus prejuicios antisemitas, la que ha marcado su vida. “No había podido hacerse el héroe, así que se comportó como un hijo de perra”, anota Garouste, que al margen de la vergüenza que le provocaba su conducta mantuvo siempre con él una relación nefasta, pródiga en enfrentamientos. Por esa razón, tras la rígida educación de los jesuitas, la prolongada estancia en el internado –una década hasta su expulsión en el último curso– fue en su caso liberadora y le permitió además conocer a algunos de sus mejores amigos, como el dramaturgo Jean-Michel Ribes, con quien más adelante colaboraría como escenógrafo, o el gran narrador Patrick Modiano, que evocando esos mismos años –en Un pedigrí, la más autobiográfica de sus novelas– define a aquellos estudiantes reclusos como “niños perdidos”.

'Lucrèce', 1982.

Sus comienzos en la vida adulta son confusos y vacilantes. Toma clases de dibujo, pero no deja de ser un “aspirante desnortado” que no encuentra el camino, y trabaja por temporadas como repartidor o vendedor en la tienda de muebles de su padre, donde lo llaman con burla el Rembrandt. “Yo amaba los aromas del pasado”, nos dice, pero figuras como la de Duchamp –un “punto final”– parecían desmentir la posibilidad misma de la comunicación con los antiguos. Es la literatura, “los textos que han irrigado los siglos”, la que le abre los ojos: “Si la pintura hechizó mis dedos, los libros me limpiaron la cabeza”. Dante, en particular, le revela una cosmovisión muy distinta de la transmitida por los sombríos “hombres de sotana”, en la que los “filósofos y héroes bíblicos” conviven con los mitos de la Antigüedad. O después Cervantes y su prodigioso Quijote, pues reconocerá en la maltrecha figura del caballero andante el “poder del loco”. Se siente como un “hombre en punto muerto” y entonces le sobreviene el delirio.

Garouste no usa de la enojosa retórica que deforma y romantiza las caídas en el abismo

El modo en que Garouste trata de su enfermedad, que no vacila en llamar locura, resulta ejemplar por la desnuda descripción de sus efectos, libre de la enojosa retórica que deforma y romantiza las caídas en el abismo. Lo que padece es la bipolaridad propia de los maniaco-depresivos, en la denominación tradicional de ese extendido mal que alterna estados de euforia y dilatados episodios de melancolía, con picos severos que lo llevan al psiquiátrico. Después de incontables travesías por el desierto, el artista da cuenta de la conquista de una serenidad de ánimo que no podría mantenerse sin la medicación ni el amor y el aliento indesmayables de su mujer, Élisabeth, proyectados por ambos en una asociación de ayuda a niños desfavorecidos. Y también de su conversión tardía al judaísmo, que contrapone al “catolicismo asfixiante” por su énfasis en el hábito de la discusión y la falta de verdades definitivas, por su invitación a asumir las dudas en lugar de encubrirlas con certezas. De la conciencia de la fragilidad, dice en varios momentos de esta memoria sobria y lúcida, nada autocomplaciente, le nació la fortaleza, siempre provisional. Entendida la “lógica circular” del tiempo, con todo lo que conlleva en su caso de sufrimiento, el itinerario le devolvió al niño “feliz de dibujar y pintar” hasta caer rendido.

Élisabeth y Gérard Garouste en el Palace, años ochenta.

Ruptura con la ruptura

“Era una época de ruptura, y yo estaba en ruptura con la ruptura”, escribe Garouste, que trataba los óleos “a la antigua usanza” mientras sus contemporáneos hacían fotografía, instalaciones o performances. Fue su interés por “lo originario en lugar de lo original” lo que lo llevó a formarse concienzudamente: “Yo, el eterno estudiante calamitoso, escogía la senda de la erudición en vez de la provocación”. Mermado convaleciente de sus brotes psicóticos, el artista parisino ejerció como decorador de piezas teatrales o discotecas –la famosa Palace de finales de los setenta y primeros ochenta, fundada por su malogrado amigo Fabrice Emaer– antes de montar su primera exposición en Nueva York, en 1983, gracias al apoyo del galerista y marchante Leo Castelli, llamado el Viejo León, que había sido el padrino de Pollock, De Kooning o Warhol y apostó por él cuando era un desconocido. A contracorriente, sin proponerse sintonizar con el espíritu de la época, viviendo su oficio como lo que es –“materia, química, alquimia”– y asumiendo “el pasado, el rigor y las reglas del oficio”, como afirmaba Barthes respecto del lenguaje, Garouste ha logrado crear un estilo perfectamente reconocible. Una reciente retrospectiva del Museo Pompidou lo consagraba como uno de los grandes de su generación y de la pintura francesa contemporánea.

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