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Literatura
Oyendo a los comentaristas radiofónicos opinar sobre la figura de Miguel Delibes, he reparado con especial atención en las palabras de César Alonso de los Ríos, quien recordaba el lacónico concepto de novela que el propio escritor había formulado en alguna ocasión : “Un hombre, un paisaje y una pasión”. Es difícil encontrar a un escritor que sepa resumir con tanta precisión las claves de su propia estética personal. En esa frase se sustancia, en efecto, el sentido más cabal de la narrativa de Delibes, para quien literatura y vida no fueron nunca dos dominios disociados sino dos experiencias compartidas que se implican en el acto mismo de la escritura. Su mensaje de vida se revela en su fidelidad a una visión ética del mundo de la que nunca abdicó en su larga carrera de novelista. Su mensaje literario, en su coherencia con un concepto de estilo lineal, llano, sencillo en la forma y complejo en el fondo, inmune a forzados experimentalismos lingüísticos y estructurales bien vistos por la crítica literaria de su tiempo pero que en él hubiesen traicionado su verdad de escritor. Un estilo el suyo que nacía de su riqueza idiomática de hablante de la entraña de Castilla, del hontanar expresivo de una bellísima lengua hoy en regresión de la que él fue el último testigo literario. Su voluntad de estilo, sin embargo, nada tenía que ver con ningún propósito arqueológico. Aquel buen decir preciso, sobrio, depurado, le brotaba con la fluidez de quien lo lleva dentro.
Hombre de provincia, Delibes fue uno de los pocos grandes escritores de la posguerra española que no sucumbieron a la tentación de la corte y que supieron fundir en sus textos el binomio campo-ciudad con auténtica pasión intelectual. Hay en él perfiles que recuerdan el modo de ser de los ilustrados del XVIII, que al intelecto más riguroso unían las tiernas emociones de la naturaleza. Rousseau se complacía en herborizar en sus largos paseos campestres, y Jovellanos se afanaba en impulsar el desarrollo del mundo rural de sus paisanos de Asturias. Abierto al aire libre, sintiendo el mundo natural sin postizos aderezos, Delibes –“filósofo en el campo”– integra pasión y literatura en el gran retablo escénico de una Castilla la Vieja que destila por igual grandeza de espíritu y decadencia física. En la línea de los hombres de la Institución Libre de Enseñanza, de los autores del 98 y de otros narradores y poetas contemporáneos suyos como Manuel Halcón y José Antonio Muñoz Rojas, fue el último cantor de una cultura agraria en retirada que constituía todavía la sustancia espiritual de la España de la primera mitad del siglo XX.
Se le ha acusado injustamente de nostálgico y de levantar falsas arcadias en el aire. Nada más lejos de la verdad. No fue un cantor de ruinas ni un elegíaco de profesión. El impulso que late en la vocación escritora de Delibes es una gran coherencia moral con sus raíces; su lealtad a un sistema de valores en el que creyó firmemente y supo defender hasta el final, cuando en El hereje, auténtica novela testamentaria, hizo explícito el mensaje que no había dejado nunca de trasmitir en todos sus relatos: su enorme respeto a la libertad y su defensa de la tolerancia ideológica como antídoto contra los seculares males de España. Desde su Valladolid nativo, desmintiendo una vez más el interesado lugar común de la España de posguerra como un desierto cultural, fue diciendo sus verdades de hombre libre, comprometido con su tierra y con su gente, con elegancia de estilo y sencillez de vida.
Discutido por los menos y respetado por los más, hace ya muchos años que don Miguel, poco amigo de oropeles mundanos, se había convertido en referente ético del mundo cultural español en un tiempo en que buena parte de los intelectuales, plegados al mercado o a la ideología, han perdido el crédito moral que antaño pudieron tener. Si Miguel Delibes lo ha conservado hasta su muerte ha sido precisamente por coherencia ética con sus voces interiores y por fidelidad a un ideal de estilo que le venía de su raíz más honda.
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