Eduardo Jordá: “La poesía se alejó de la gente cuando prefirió ser sombría y desolada”

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El autor publica ‘Doce lunas’, una antología de sus versos en la que celebra la vida y habla con los muertos.

“Una obra no es de quien la crea, sino del lector que la hace suya”, afirma 

Un archivero sevillano arroja luz a la "lanza en astillero" del 'Quijote'

Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956), fotografiado en la sede de la Fundación Cajasol en Sevilla, donde presentó su libro.
Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956), fotografiado en la sede de la Fundación Cajasol en Sevilla, donde presentó su libro. / Luis Serrano

“Si hay amor, se levantan los muertos de sus tumbas”. A veces, sucede que los novios o algún familiar de quienes contraen matrimonio escogen para la liturgia unos versos de Eduardo Jordá. Ocurre también que alguien abre un libro y reconoce estremecido en los antepasados del autor su propio linaje: “Los míos no dejaron documentos. / Nada se sabe de ellos, más allá / de algunas conjeturas”. En otras ocasiones, conmovido en la plenitud de algún momento humilde, alguien se sabe eterno y recuerda al poeta: “Estoy aquí, infinito, joven, /insaciable de dicha. Y todo es nuevo”. Doce lunas, la antología de Jordá que publica la colección Vandalia de la Fundación José Manuel Lara, un recorrido en el que su creador acompaña cada poema de un valioso texto explicativo, supone la oportunidad para reencontrarse con un autor que habla con los muertos y celebra la vida, siempre desde el patrimonio de la emoción.    

–Los lectores de Doce lunas no van a encontrar certezas. En la introducción usted comenta que nunca ha sabido por qué escribía un poema.

–No, nunca lo he sabido. ¿De dónde sale ese deseo de escribir que te surge como una necesidad interior cuando tienes doce años? Con el tiempo puedes decir que lo hacías para estar menos solo, por ejemplo. Pero eso lo puedes afirmar en retrospectiva, cuando lo analizas. En el momento, andas a tientas. Escribes tu poema, lo lees y te avergüenzas, siempre te avergüenzas [ríe], pero al mismo tiempo estás orgulloso, porque lo has hecho, has intentado entenderte, saber lo que te ocurre. Luego lo intelectualizamos, pero cuando sucede es un misterio. ¿Por qué sale el sol? ¿Por qué se pone, por qué llueve? Es algo parecido, aunque esto último nos lo podría explicar un meteorólogo.

–Ha definido antes la escritura como un intento de entenderse a uno mismo. En ese prólogo habla de un modo de “mirarse al espejo en momentos en que uno no se atreve a mirarse al espejo”.

–Y lo que ves no te gusta siempre. A veces te das miedo, o preferirías ser otra persona, o querrías que el reflejo fuera distinto. Es un ejercicio de valentía, o de inconsciencia, pero, si no te miras, lo que sale es falso. Queda la impresión de un decorado, como esos fondos que alguien se coloca para una videoconferencia con una fotografía de una playa de Tahití, cuando en realidad el hombre está en un piso cochambroso [ríe]. Hay que asomarse a lo que es verdad, aunque duela, y no esconder la realidad tras un salvapantallas.

–Cuenta que hacia 2010, de improviso, “el metrónomo dejó de sonar” y la inspiración poética dejó de visitarle.

–Yo escribía con regularidad, y me sonaba un ritmo interior, pero ese caudal, digamos, dejó de fluir. Me salían muy pocos poemas, cada vez más espaciados, y no me convencían, y al principio me angustié. Me preguntaba qué había ocurrido, y un día lo intenté racionalizar. Bueno, me dije, tú tampoco sabías por qué escribías, así que si dejas de hacerlo tendrás que asumirlo con la misma naturalidad. Visto así no resultaba traumático.

–En el poema Despertar plantea a un vecino enfermo que tose una suerte de réplica en la que describe la belleza de la noche. Tal vez ese texto resuma su poesía, el intento de aferrarse a la vida que hay en ella.  

–Sí. Recuerdo que aquel tipo tenía una tos terrible, cavernosa, y me despertaba con ella cada noche como a las cuatro de la mañana. Nos alojábamos en unos apartamentos turísticos con unos tabiques muy finos, de papel, y oír a aquel hombre impresionaba, resultaba muy tétrico. Esa madrugada me levanté y observé la luna, me quedé hasta las luces del día que arrancaba, y me impresionó ese contraste entre una vida que terminaba y la vida que renace pese a todo. Supongo que de eso habla la poesía, sí.

–Al hilo de otro texto, Corazón, lamenta que “hubo un tiempo en el que nos despedíamos de los muertos”.

–Porque la muerte se ha convertido en algo invisible, que sucede en los hospitales, que se lleva corriendo al tanatorio... Hoy tenemos un vínculo muy débil con los muertos, una relación impersonal y fría. Los muertos están ahí, y debemos tener conciencia de que existen, debemos mostrarles respeto. Ese poema, el de Corazón, nació de una visita a una casa después de que falleciera alguien de la familia de mi mujer. Una sobrina había amortajado el cuerpo, siguiendo la tradición, y a mí me emocionó pensar que ese ritual había ido pasando de generación en generación, que aquello se remontaba a otras épocas como el antiguo Egipto, y más allá, al tiempo en que empezamos a tener conciencia humana. Me encantaría conocer a la primera persona que enterró a un muerto. ¿Qué pensó? ¿Qué dijo? Ese día, ahí, empezaba a existir la poesía.

–En la explicación al poema Consejo llega a preguntarse: “¿Por qué se empeñan los muertos en visitarnos?”.

–El primer papel del poeta, imagino, fue el de comunicar a los vivos y a los muertos, traer a los espíritus de los desaparecidos a la vida, hacerlos presentes en la comunidad. En cierta forma, creo que es una de las funciones de la poesía, y no la de quejarse tanto [ríe]... 

Me encantaría conocer al primer ser humano que enterró a otro. En ese momento se inventó la poesía”

–En un hermoso poema que dedica a su abuelo define a sus antepasados como “gente sin importancia que no ensució la Historia”. Y el texto que le sigue en el libro, curiosamente, retrata a un personaje ilustre, el emperador Hui-Tsung, recordado sin embargo como un incompetente. 

–No sé por qué elegí esa figura, porque en la época en que lo escribí no había Wikipedia. Me interesaba porque perteneció a una época de muchos golpes de Estado, rebeliones, lo que los historiadores denominan como un periodo oscuro en el pasado de China. Ahora he podido saber que este emperador era un inútil, más preocupado por las artes que por el Gobierno, y me alegro de haber tenido la intuición de escogerlo. Me interesan las vidas discretas, mucho más que los nombres que pasan a la posteridad. El poema de mi abuelo paterno [El poema que mi abuelo nunca escribió] es uno de mis favoritos. Él empezó como pinche de cocina, pero vivió el gran milagro, o la gran utopía, del siglo XX: desde unos orígenes humildes llegó, a fuerza de trabajo y de tesón, a formar parte de la clase media, una conquista que comparte con millones de personas desconocidas. Grandes héroes y grandes heroínas, no olvidemos a las mujeres que trabajaban para educar a los niños, que les inculcaban que fueran personas decentes, héroes y heroínas que protagonizaron la verdadera epopeya. Como se dice en ese poema, “gente sin importancia que no ensució la Historia, / porque la Historia, por suerte, no se acordó de ellos”. Hay más literatura y más emoción en ellos que en cualquier emperador.

–Ese poema, por cierto, circula por internet con otro título...

–Eso me pone muy contento porque la poesía, la pintura, no es de quien las crea, sino del lector o el espectador que las hace suyas. En el libro menciono un texto bengalí que para mí contiene los versos de amor más bellos de toda la literatura, pero, ah, ¿quién los escribió? No lo sabemos. Desconocemos si era una mujer, un hombre, un anciano, una adolescente quien estaba detrás... Pero eso es lo que ocurre con la gran poesía, ocurre con un fandango, una letra de blues, una copla que arraiga en el imaginario popular sin que nadie recuerde a su autor... Aparte del homenaje a mi abuelo, mi obra ha vivido también otro malentendido: sé que un poema que escribí tras un paseo con mi hija se ha leído ya en varias bodas. Que alguien coja una obra tuya y la incorpore a un momento así de su vida, aunque sea malinterpretándola o cambiándole el sentido, lo considero uno de los milagros de la literatura.

–Porque la poesía, dice, “nació para ser leída –o cantada, o bailada, o recitada, o aullada– en los nacimientos, en las bodas y en los funerales”.

–Y mucho antes de que un poeta escribiera nada. Ya ha salido antes esa imagen en la charla, pero en el primer entierro quien despedía al muerto tuvo que gritar algo. O en el primer nacimiento en el que la madre gritó de emoción o de júbilo, ahí estaba ya el primer poema. Y por ahí andaban el hechicero, el chamán o la chamana... Desde entonces la poesía es súplica y acción de gracias. Súplica, cuando hay dolor, para que las penas se vayan; es acción de gracias para acompañar las circunstancias felices. 

Eduardo Jordá.
Eduardo Jordá. / Luis Serrano

–En Manzanares, en el que contrapone los paisajes de Ciudad Real y de Mallorca, se rebela contra los cánones de belleza consabidos y reivindica “la desolada planicie manchega”. 

–Ese poema surgió en un acantilado de Mallorca, en uno de los paisajes más hermosos del mundo, pero acababa de pasar por Manzanares y pensaba que con qué derecho decimos que esto es bello y esto no. Me lo replanteé. A nadie se le ocurre hacer turismo por Ciudad Real, o, yo qué sé, por Zamora, lugares que pasan más desapercibidos, pero yo les tengo cariño. ¿Cómo no va a tener prestigio el sitio donde transcurre el Quijote?

–Francisco Brines le dijo que usted era un gran poeta...

–¡No, un buen poeta! Cuidado con Brines que era muy quisquilloso [ríe]. “Es usted un buen poeta, pero a sus poemas les falta música”, me dijo. 

–¿Y desde entonces le preocupa más la cadencia?

–Claro, para mí aquel fue uno de los mejores consejos que me han dado nunca. Brines era un poeta de una musicalidad absoluta, pero de una música sutil, no le gustaba nada el pasodoble... [ríe] Me lo advirtió y lo tuve muy en cuenta. Creo que al principio yo escribía con un ritmo muy pobre, y que aquello mejoró desde entonces.

Nabokov es perfecto, pero no puedes ser cerebral cuando escribes. La literatura es emoción”

–Leyendo sus poemas, da la impresión de que usted ha construido a lo largo de estas décadas una casa acogedora. Sus versos reconfortan.

–¡Ojalá sea así! Una de las razones por las que hemos alejado la poesía de las ceremonias de la vida diaria es que resulta siempre demasiado sombría. Demasiado desolada, tétrica, y, claro, la gente necesita también esperanza, un motivo para la celebración, para sentirse a gusto con la vida, aunque esta tenga aspectos negativos y etapas difíciles. Hay que quejarse, por supuesto, pero también dar las gracias por nuestra suerte, hemos sido afortunados si lo comparamos con lo que vivieron nuestros antepasados. Yo creo que hemos caído en ese tono lastimero por influencia de la poesía romántica. O, más exactamente, de una mala concepción de la poesía romántica, que se recrea en el dolor y en la soledad. No hablo de Bécquer, que siempre ha sido muy leído y está muy vivo entre la gente, sino de los epígonos a los que les gusta pasear por el lado más desesperanzado y sórdido del mundo. Ese pesimismo ha alejado a la poesía del público. A mí no me gustan las sevillanas, pero la gente normal y corriente siente la poesía que hay en sus letras, las oye y casi que se pone a levitar... Tengo la sensación de que debemos potenciar el sentimiento de celebración en lo que escribimos, que hoy nos hace falta esa alegría.

–Hacer un recuento de sus poemas es también comprobar cómo han cambiado sus referentes, sus preferencias. En una de las notas asegura que Nabokov “cada vez le gusta menos”.

–Mi hija se llama Vera, por Vera Nabokov, imagínese hasta qué punto era fan. Pero hoy me parece un escritor demasiado cerebral, demasiado perfecto, y la escritura no puede ser ni cerebral ni perfecta, la literatura debe contener emoción. Tú lees Ada o el ardor y es un libro escrito por una portentosa inteligencia artificial. Está el dilema con Lolita, que, sí, que es la historia de un monstruo, pero a mí con la edad se me hace más duro leerla. Y los poemas de Nabokov son una maravilla en lo formal, pero en ellos no hay vida. En Habla, memoria sí hay emoción porque habla de sus padres, sus hermanos, porque se enfrenta a sus recuerdos. Y me sigue gustando Pnin, porque el protagonista es un profesor desastroso, que llega tarde siempre, que se confunde... Es un tipo muy humano, y además Nabokov hace ahí un retrato muy divertido de las universidades norteamericanas, un retrato que a mí que las conozco un poquito me parece muy certero. 

–El título de Doce lunas alude también a las fases de la vida y usted se percibe ya “en el mes de noviembre”. Desde su experiencia, ¿el camino ha valido la pena?

–Desde luego. Yo tuve un tumor en la garganta, y la médica, que era extraordinaria, fue muy clara, me contó las previsiones con mucha delicadeza pero también sin ocultarme nada. Fue un tiempo oscuro, pero los que pasamos por una vivencia así y nos recuperamos sólo podemos dar las gracias, hacer un balance positivo.  

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