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Las edades del jazz

Ignacio F. Garmendia

04 de julio 2012 - 08:14

“Fue una era de milagros, una era de arte, una era de excesos y una era de sátira”. Es Francis Scott Fitzgerald quien habla y se refiere, claro, a la Jazz Age de la que fue a la vez heraldo y protagonista, máximo relator y espectacular víctima. En el último año se han reeditado sus Cuentos completos y se han publicado nuevas traducciones de El gran Gatsby o A este lado del paraíso, pero son sus ensayos autobiográficos, buena parte de los cuales podemos leer por primera vez en castellano gracias a la impecable versión de Yolanda Morató, los que merecen una atención más detenida. La compleja historia editorial del libro –Mi ciudad perdida, publicado por Zut– no ha ayudado a su difusión. Como cuenta la traductora en un prólogo ingeniosamente titulado Entre el boom (la prosperidad) y el gloom (el pesimismo), Fitzgerald intentó convencer a su editor en Charles Scribner’s Sons, Max Perkins, de que publicara esta recopilación de artículos aparecidos entre 1920 y 1936 en revistas como New Yorker, Saturday Evening Post, Cosmopolitan o Esquire. No lo consiguió y el conjunto quedó en gran medida olvidado salvo por la recuperación parcial que llevó a cabo Edmund Wilson, publicada en 1945 con el título de El Crack-Up, en la que el crítico que ejercía como “conciencia intelectual” de Fitzgerald reunió una heterogénea selección de diarios, notas, ensayos y cartas.

La recopilación póstuma de Wilson ha conocido varias ediciones en castellano, pero la versión más difundida en España –hay otras, nos informa Morató, del chileno Poli Delano y del argentino Marcelo Cohen– es la de Mariano Antolín Rato, publicada por Bruguera, luego por Anagrama y hace sólo unos meses por Capitán Swing, que la ha reeditado con un prólogo de Jesús Alonso López. Entre los textos recogidos por Wilson figuran ensayos ya clásicos como Ecos de la Era del Jazz, Mi ciudad perdida, Ring –dedicado por Fitzgerald a su amigo el escritor y cronista deportivo Ring Lardner, de quien la misma editorial Zut acaba de publicar el espléndido Cómo escribir relatos, traducido por Juan Bonilla– o el que da título a la colección –que suele figurar en inglés y Morató ha traducido como La quiebra–, caracterizados por la melancolía y la sensación de final de época. La publicación de Mi ciudad perdida, sin embargo, permite acceder a piezas deliciosas y hasta ahora inéditas como Princeton, ¡Espere a tener sus propios hijos! o Las chicas creen en las chicas, donde Fitzgerald se muestra ligero e irónico, pero también como un escritor meticuloso y autoconsciente, familiarizado con la literatura de su tiempo y lúcidamente crítico –pesimista, en efecto, pero consciente de las responsabilidades de su generación– respecto de la sociedad que lo rodea, lejos por tanto de la imagen estereotipada que lo retrata como a un borrachuzo exquisito y frívolo al que se le secó el genio. Una imagen no inexacta pero claramente incompleta.

Hubo otras edades del jazz, contemporáneas o no, al otro lado del océano. En particular, el París de la segunda posguerra, lugar de peregrinación para los devotos de la filosofía o la moda existencialista, está íntimamente vinculado a la música negra que sonaba en las cavas, y entre sus más rendidos admiradores –y practicantes– encontramos a Boris Vian, escritor, ingeniero, trompetista y presidente de la Subcomisión de Soluciones Imaginarias del Colegio de Patafísica. Hace menos de un año, BackList publicó sus Escritos de jazz en traducción de Palmira Feixas, un libro verdaderamente sorprendente –por lo mordaz y heterodoxo de sus opiniones– donde se reúnen sus artículos y reseñas para la revista Jazz News, acompañados de los textos de presentación que realizó para la colección Philips. Ahora Gallo Nero da a conocer su no menos irreverente y libérrimo Manual de Saint-German-des-Prés, traducido por Julia Osuna, un libro imprescindible para conocer la geografía y la intrahistoria del barrio parisino por los años en que se elevó a la categoría de mito. Juliette Gréco, Jacques Prévert, Simone Signoret, Albert Camus, Raymond Queneau o “la familia” de Sartre son algunos de los nombres esenciales de la aventura germanopratina o germanopratense, pero incluso si no hubieran existido nunca merecería la pena leer la guía de Vian, que se acompaña de un mapa desplegable, dibujado por David Cauquil, donde aparecen ubicados algunos de los escenarios –el Tabou o el Club Saint-Germain, el Café de Fiore o Les Deux Magots, Gallimard o Editions du Scorpion– donde se desarrolló una historia contada con frescura, desparpajo y buen humor, lejos de la enojosa solemnidad con que los franceses se aplican a cantar sus glorias.

“Fuerza, libertad y belleza” (Juan Ramón Jiménez). “Arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia” (Federico García Lorca). “Selva de metal y luz y escalofrío” (José Hierro). Algunas de las citas iniciales de Historia poética de Nueva York en la España contemporánea, el ensayo de Julio Neira que ha publicado Cátedra, podrían perfectamente aplicarse a los sonidos del jazz que se convirtieron, gracias al nuevo arte del cinematógrafo, en una de las señas de identidad de la nueva Babilonia. En la década de los veinte, escribe Neira, el poderoso influjo de los Estados Unidos en Europa viene no tanto de un conocimiento directo del país como “de la expansión de su cultura, sobre todo de la mano de un nuevo ritmo que con origen en los barrios negros de Nueva Orleans se irradia a todo el mundo, también a España”. Moreno Villa, por ejemplo, era un gran aficionado, como se aprecia en Jacinta la pelirroja, y consta que los poetas de la Residencia de Estudiantes –del mismo modo que sus antecesores los ultraístas– asistían a veladas de jazz, fascinados por una propuesta rompedora que se asociaba a la vida moderna y vertiginosa de las grandes ciudades. Pruebas de este interés son el poema Jazz-band de Concha Méndez o Temblor único de Lorca, a quien el ritmo entrecortado de los músicos le traía ecos del flamenco. El propio Neira prepara una antología que complementará el asunto abordado en su Historia poética de Nueva York y, en relación directa con el jazz, pronto dispondremos de otra específicamente dedicada a su presencia en la poesía española. Su autor, el profesor de la Hispalense Juan Ignacio Guijarro, ha estudiado, entre otros temas, la prosa de Zelda Fitzgerald, encarnación eterna de la flapper, hermosa, trágica y tanto o más desventurada que el escritor que le dio el apellido.

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