Dublín: la escritura del tiempo

Las ciudades y los libros

Algo en las calles, plazas y parques sigue resultando familiar al paso, como si la ciudad perteneciese a la memoria del recién llegado; como si, ciertamente, todo el mundo hubiese estado aquí antes alguna vez  

Lisboa: la luz de todos (todavía)

Un paseo a lo largo del río Liffey. / Adam Vaughan (Efe)
Pablo Bujalance

24 de agosto 2024 - 07:02

De mi visita al Museo de los Escritores de Dublín recuerdo, especialmente, tres elementos: la fina capa de polvo que cubría todas las vitrinas, la primera edición de Drácula (1897) de Bram Stoker y el teléfono especial con el que Samuel Beckett rechazaba las llamadas indeseadas. El teléfono en cuestión tenía añadido un botón rojo que Beckett solo tenía que accionar, sin necesidad de descolgar (y sin delatar por tanto su presencia en casa), con lo que la llamada entrante quedaba de inmediato neutralizada. Me encantaba aquel museo, con su ambiente vetusto, su bedel con hombreras y su épico tributo al paso del tiempo. La fortuna no se mostró precisamente amable con la institución: el centro cerró sus puertas en 2020 por la pandemia y ya no volvió a abrirlas. En semejante desenlace tuvo mucho que ver la inauguración en 2019 del nuevo Museo de Literatura de Irlanda (MoLI) en la Casa Newman, junto al Jardín Secreto de Dublín, con una exposición permanente que incluye, entre otras joyas, el manuscrito original (con todos sus tachones, de la primera línea a la última) del Ulises de James Joyce. El orgullo con el que Dublín presume de sus escritores llega a resultar conmovedor: el monumento a Joyce sigue siendo el reclamo más fotografiado de la ciudad en el cruce de las calles O’Connell y North Earl, las celebraciones del Bloomsday reúnen aquí cada 16 de junio a miles de lectores de todo el mundo y el Puente Samuel Beckett, obra de Santiago Calatrava, se convirtió en un verdadero emblema del Dublín pujante y moderno en el flanco sur del río Liffey en cuanto culminó su instalación. Por el contrario, no pocos de estos áureos dublineses mostraron, cuanto menos, un desafecto firme hacia su ciudad: poco quisieron saber de Dublín Joyce, Stoker y Oscar Wilde cuando pusieron tierra de por medio. Lo mismo que Samuel Beckett, quien afirmó que prefería el París sumido en la Segunda Guerra Mundial “antes que Dublín en paz”. Mucho más apego mostraron sin embargo otros autores como W. B. Yeats y Seamus Heaney, aunque, para ser honestos, convendría recordar que la respuesta con la que que la sociedad irlandesa previa a la independencia despachó la publicación de Dublineses de Joyce fue de todo menos cálida. En cualquier caso, Dublín es hoy una ciudad profundamente orgullosa de sus éxitos literarios, artísticos y deportivos: los pregona de manera ostentosa en cada marquesina, en cada placa conmemorativa (las hay a porrillo) y en los relicarios que abundan en los pubs más fidedignos.

El carácter amable persiste, pero en los últimos años la masificación turística ha establecido ciertas distancias

Dublín es una ciudad accesible, amable y fácilmente reconocible. Todo gira en torno a O’Connell Street y, a partir de ahí, lo mejor es dejarse llevar por la corriente del río, desde el Trinity College hasta Phoenix Park. Sin salir del centro, ya sea en áreas más residenciales como el entorno del Croke Park, ya sea en el entramado de centros comerciales y calles atestadas de franquicias, el ambiente resulta extrañamente familiar. Cuando vienes a Dublín por primera vez, es fácil tener la impresión de que ya habías estado antes. Y no porque la ciudad pueda parecerse a otra cualquiera, ni porque esté llena de españoles, turistas y residentes, en casi cualquier lugar en el que metas la nariz; sino, seguramente, por la racionalidad y el orden con los que Dublín es una ciudad, en la que a la vuelta de la esquina suele estar justo lo que esperas encontrar. La amabilidad, legendaria, también compete a los dublineses, aunque en los últimos años el malestar generado por la masificación turística ha venido a establecer ciertas distancias. Y resulta admirable la manera en que esta calidad de la cogida combina con el orgullo más primario: en Dublín hay museos de cualquier cosa, el whisky, la cerveza, el rugby, el rock y, claro, las personalidades más destacadas en su histórico Museo de Cera. La ciudad proyecta sin reparos los signos más asentados de su identidad pero, al mismo tiempo, su bienvenida, entendida como una invitación a participar de los mismos, es sincera. Tal mescolanza destila también, claro, en sus muchas librerías. Especialmente en las más antiguas, como la Hodges Figgis, verdadero escaparate de la gloria y las hazañas de la literatura irlandesa fundado en 1768. A menudo, eso sí, para encontrar las mejores librerías hay que retirarse del centro: la Hampton, en Donnybrook, merece todas las horas de paciente exploración que reclaman sus estanterías. Y también hay librerías jugosas en Temple Bar, como Connolly y The Gutter.

El mural 'Do not remove', uno de los más populares de Dublín. / Adam Vaughan (Efe)

Precisamente, Temple Bar es el entorno que más ha acusado la uniformidad aséptica que acarrea el desarrollo turístico en los últimos años. Los pubs tradicionales se han mimetizado con los nuevos restaurantes hasta el punto de que la oferta que encuentras en ambos modelos es prácticamente la misma, similar, por otra parte, a la que cabría encontrar en el centro de cualquier ciudad europea. La afluencia es aquí turística casi en su totalidad, con lo que, de manera inevitable, la oferta se ajusta a la demanda: la consabida pinta de Guinnes y los platos al uso que puedes consumir en cualquier parte, con el omnipresente fish & chips como dudosa excepción local. Todavía quedan en los pubs músicos que se ganan algún dinero tocando versiones de U2, pero nada de aquel ambiente decadente, cómplice y fraternal que el imaginario hizo pervivir en su momento, cuya última resistencia late, tal vez, en otros establecimientos de apertura reciente fuera del centro. Pero Dublín se reafirma también en sus parques, bellísimos en su mayoría, como el de St. Stephen’s, cerca del Trinity College, o los que rodean a edificios como el Museo Nacional de Arte Moderno o la Catedral de San Patricio. Por no hablar del citado Phoenix Park, el parque urbano más grande de Europa con sus más de setecientos kilómetros cuadrados, en el que los recién llegados alucinan al ver a los ciervos en la cercanía propia de animales domésticos. En verano, al caer la tarde, en los paseos que bordean el río, adornados con los murales que hacen de Dublín una capital por derecho del arte urbano, las parejas y familias salen a pasear como si el tiempo no hubiera transcurrido aquí, como si Leopold Bloom continuara su penosa travesía etílica y desnortada. Pocas ciudades como Dublín se visitan igual que se lee un libro. Mise Éire: uaigní mé ná an Chailleach Bhéarra.  

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