Un drama proustiano
Elizabeth Bowen retrata un mundo que desaparecía para siempre en 'El último septiembre', una novela sobre el peso del linaje y los recuerdos.
El último septiembre. Elizabeth Bowen. Trad. María Belmonte. Acantilado. Barcelona, 2013. 336 páginas. 22 euros.
En un célebre relato de Borges, Tema del traidor y el héroe, un cabecilla irlandés es ejecutado por sus compañeros al revelarse, ineludiblemente, como traidor. Sin embargo, para que dicha ejecución sea fructífera, el cabecilla muere asesinado como un héroe de la patria irlandesa. Se solapan así, en un mismo acto, la eliminación del traidor y la espiritualización del héroe; se conjugan, diríamos, el perdón del desafecto y la irrelevancia, la fractura, la imposibilidad del heroísmo. Algo de esto, sólo que al modo proustiano, encontramos en la novela de Elizabeth Bowen, El último septiembre: cierta heroicidad post mortem y la agitada pulsación de una Irlanda (la Irlanda de 1920, cuando se recrudecen los asesinatos del IRA con la llegada de los Blacks and Tans), que se encaminaba a la guerra civil tras la decisiva intervención de Michael Collins.
Bowen, en un clarificador posfacio, señala que con esta novela había intentado transmitir no sólo el tono encantador y melancólico del mes de septiembre, sino la sensación de que el mundo contenido en ella, el mundo de la nobleza angloirlandesa en una Irlanda ocupada por guarniciones imperiales, se había disuelto para siempre. No en vano, la obra viene encabezada por una cita de Proust en El tiempo recobrado: "Tienen la insatisfacción de los vírgenes y los perezosos", cuyo significado y cuyo alcance se irá haciendo patente al avanzar en su lectura. No obstante, y a pesar de la mención proustiana, El último septiembre (1928) utiliza una estrategia muy diversa, quizá contraria, a la escogida por el escritor francés para fijar la indolencia, el frívolo estupor y la incomodidad de ese pequeño mundo provinciano amenazado por los rebeldes. Quiere decirse que donde Proust, partiendo de la libre asociación de recuerdos, acude a una minuciosa obra de saturación memorística, desde la que se alza el busto arenoso del ayer, Bowen se sirve de la insinuación, de la sugerencia, para captar de un modo sintético ese pasado deslumbrante y aciago que se resume eficazmente en la novela. En este sentido, no sabemos si la escritura de Bowen responde al ánimo evocativo de la novela victoriana y de la novela romántica en general, o a la moderna voluntad de concisión que hallará su expresión más depurada en los diálogos vivos y precisos, de extraordinaria economía, que logra la novela negra por aquellos días (recuerden el elogio de Cernuda a Dashiell Hammett en detrimento de Hemingway).
El influjo proustiano en Bowen es, pues, de otro orden. Un orden que no es de naturaleza técnica, sino de carácter intelectual. Dicha influencia se basa en la primacía, en la importancia, en la presencia de lo inconsciente en el origen y la articulación de la obra. Vale decir, de aquello que queda al margen de la deliberada intención de su autor y que, sin embargo, aflora a las páginas de la novela otorgándole un espesor, una coherencia, un clima, sobre el que los personajes se deslizan inadvertidamente. La propia Elizabeth Bowen es quien señala esta cualidad invasiva de los recuerdos a la hora de redactar su novela, indicando, de paso, la importancia caudal de la casa solariega -Danielstown- en la conformación de la trama. De hecho, Danielstown es, en última instancia, el personaje principal de la novela, dotado, en cierto modo, de vida propia; pero no a la manera de Poe y la casa Usher (esto es, como una encarnación diabólica, trasfundida de sus antiguos moradores al inmueble), sino como ocurre en las solitarias mansiones de Faulkner, donde el peso del linaje, el yugo de la tradición, una brumosa costumbre secular, desfigura y ahorma a sus habitantes. Los habitantes de Danielstown son nobles en un ambiente aldeano; son protestantes en una Irlanda católica, son filo-británicos en un momento crucial de la autonomía irlandesa. Aún así, viven esta insularidad con elegante frivolidad y desgana. Y será la presencia de la tropa ocupante -el amor de un joven suboficial británico con una muchacha irlandesa-, lo que precipite los hechos y revele el frágil equilibrio en el que se sustentan los pobladores de Danielstown. Es de suponer que, en buena parte, ese es el significado de El último septiembre. No sólo el final de una estación y una época. También el fin de una cómoda y sutil ambigüedad, devorada abruptamente por la guerra.
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