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Un drama sin otro guión que el empeño

De libros

David Stevenson nos devuelve a 1914 para que comprendamos las motivaciones que impulsaron a los líderes de las potencias europeas a intervenir en un conflicto que creían justo, necesario y corto.

Un drama sin otro guión que el empeño
Jaime García Bernal

12 de enero 2014 - 05:00

1914-1918. Historia de la primera guerra mundial. David Stevenson. Debate. Barcelona, 2013. 895 páginas. 37,90 euros

Tiene fama la Primera Guerra Mundial de haber sido un conflicto tan devastador como inútil que consumió las energías y los recursos de Europa sin resolver las aspiraciones de sus ciudadanos, antes bien incubando los agravios y rencores que desembocarían en el Segundo gran conflicto mundial cuyas heridas aún no están del todo cerradas. Este relato retrospectivo de la Gran Guerra fue construido en el contexto de la segunda posguerra europea y viene reforzado en tiempos recientes por la tendencia a explicar la primera parte del siglo pasado como un único y gran ciclo bélico con un frágil intermedio pacífico. Pero las indudables ventajas interpretativas que nos ofrece esta perspectiva integradora nos han alejado en exceso de la vivencia y el pulso de aquel tiempo y la síntesis que presentamos trata de contrarrestar esta tendencia.

David Stevenson nos devuelve a 1914 no para que juzguemos las decisiones que se tomaron entonces a la luz de las consecuencias que hoy conocemos sino para que comprendamos las motivaciones que impulsaron a los líderes de las potencias europeas desde su propio horizonte, las solidaridades que despertaron en sus pueblos y la confianza que compartieron todos los intervinientes en el conflicto de que perseguían una causa justa y necesaria. Esto no significa que la visión del autor desprecie las disidencias y fracturas que surgieron dentro de ambos bandos (aunque más en los sistemas autocráticos de la Europa del este) sino que en su narración estas fuerzas no determinan de manera apriorística el curso de los acontecimientos. Tampoco las políticas gubernamentales de cohesión y rearme moral aparecen formuladas como convicciones innegociables, sino que exhiben durante un lustro de tensiones internas todas sus debilidades y contradicciones. Y es que Stevenson traza tanto la complicidad como la división que caracterizó las complejas relaciones entre los Imperios y sus súbditos como vectores derivados de la dinámica de creciente belicosidad que distinguió el largo conflicto.

Aunque resulte una obviedad hay que insistir en ello: la guerra continental, la terrible masacre en la que cayeron casi 10 millones de soldados, movilizando una tercera parte de la población activa masculina, recupera aquí su protagonismo y la lógica aplastante de sus éxitos y fracasos se impone a cualquier contexto previo modulando los procesos de adaptación y ruptura que transformaron Europa al tiempo que se desangraba en las trincheras. Se ha descrito, por ejemplo, la fijación de la línea del frente desde la primavera de 1915 hasta la ofensiva de los aliados en abril de 1917 como una etapa de estancamiento e inacción. Pero el autor demuestra que no es cierto. Pues nunca como entonces funcionaron a más ritmo las fábricas de municiones, se perfeccionaron las máquinas de guerra (los submarinos alemanes, las contrabaterías inglesas, la artillería rusa y austríaca), sin olvidar que la frustración general del año 1916 desembocó en un relevo de los responsables militares en Francia, Gran Bretaña, Rusia y Alemania que dio nuevo aliento a sus ejércitos ganándose el aplauso del pueblo. Tampoco la apuesta por intensificar las operaciones militares en el otoño de 1917 encaja bien en la imagen de insensatez que nos ha transmitido la historiografía clásica sobre el alto mando alemán, pues en la percepción de las potencias centrales la guerra no estaba perdida, pese al agotamiento de los ejércitos y la escasez de recursos, y aún parecía posible buscar un final honorable aprovechando las dificultades que tenía Rusia donde había estallado la revolución.

Después de cada etapa de aparente estancamiento siempre hubo un nuevo salto adelante, una solución tecnológica más avanzada, una táctica más imaginativa y un esfuerzo económico adicional capaz de movilizar más tropas, encadenando una escalada de violencia que consumió las reservas materiales de las potencias en litigio y sacrificó millones de vidas humanas. Y así hasta que la puesta en marcha del programa de guerra submarina sin restricciones y el uso de gases nocivos desencadenaron el ingreso en la guerra de los Estados Unidos cuya jugada maestra consistió en forzar la dependencia financiera de Francia y de Gran Bretaña, evitando declarar la guerra a Bulgaria y al Imperio Otomano con lo que preparaba el diseño del mundo posterior a 1919.

Pero incluso a la vista del ingreso americano en la contienda los bandos se resistieron a negociar no porque estuvieran poseídos de una obcecación ciega (el Káiser Guillermo II, pese a sus fanfarronerías, nunca fue un incauto y se rodeó de un extraordinario equipo de colaboradores), sino por la fuerte convicción que seguían manteniendo en sus propias capacidades para resolver satisfactoriamente el conflicto, gracias a una poderosa (y explosiva) mezcla de fe en los ideales de civilización, confianza en la capacidad de derrotar al enemigo inferior y respaldo popular mayoritario (sobre todo en Francia y Alemania).

En este sentido puede echarse de menos de este magnífico libro la presencia, junto a los mencionados factores, de un capítulo que abundase en la interiorización de esta cultura patriótica, de raigambre imperialista, que llevó a Jules Ferri a decir que las naciones solo eran grandes por la actividad que desarrollaban. Pues esta fuerte conciencia de superioridad, ligada a la responsabilidad del hombre blanco, contribuyó a explicar la perseverancia en la causa que cada soldado combatiente defendía. Un empeño que hizo que aquella guerra corta, que esperaban todos finalizada en la primavera de 1915, se convirtiera en la más horrible y desmoralizadora de todas las guerras que se recordaban. ¿También en la más inútil?

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