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"Hay mucho dolor tras el gesto cotidiano de abrir un grifo"

Julio Llamazares. Escritor

El autor se inspira en su propia historia para su nueva novela, en la que explora el destierro de los damnificados por la construcción de un pantano.

Braulio Ortiz

01 de marzo 2015 - 05:00

Julio Llamazares estaba "condenado" a escribir "tarde o temprano" la novela que publica ahora, Distintas formas de mirar el agua, en la que narra el sentimiento de desarraigo de una familia expulsada de un pueblo en el que se construye un pantano, un texto que había ido aplazando por las conexiones con su propia historia: el narrador nació en 1955 en el desaparecido pueblo de Vegamián, en León, un paraje sobre el que una década más tarde harían el embalse del Porma.

Llamazares, al que no se puede acusar precisamente de haber sucumbido en su producción a las prisas -"ha habido novelas con las que he tardado ocho o diez años, tengo fama de ser uno de los autores más lentos de la literatura actual en España"-, no pudo controlar en esta ocasión el impulso de dar forma a una obra que bebía de sus orígenes. "Yo no pensaba escribir este libro ahora, pero se me impuso", asegura, "como cuando estalla un volcán y sale toda la lava que lleva acumulada. Es la obra que he escrito más rápido, hasta el punto de que estuve un tiempo sospechando de tanta facilidad y la dejé reposar", cuenta Llamazares, que visitó Sevilla la semana pasada para presentar su libro dentro del ciclo Letras Capitales que organiza el Centro Andaluz de las Letras.

Distintas formas de mirar el agua (editada por Alfaguara) reúne a los miembros de una familia en torno al pantano que cambiaría sus destinos. Allí van a arrojar las cenizas de Domingo, y allí se suceden las voces del clan que relatan esa despedida. "En lugar de que lo contara un personaje o un narrador omnisciente, me interesaba que fuera un relato coral, una polifonía", apunta el narrador. Porque, junto a las consecuencias de "un destierro de este calibre, en el que ya no tienes posibilidad de volver", el otro tema de la novela sería "la relatividad de las miradas humanas, cómo cada uno ve un hecho de una forma distinta en función de la mayor cercanía o lejanía". En la sucesión de testimonios, un hilo en el que "cada uno va contando la historia como en un coro, como en una tragedia griega", y donde "el único que no habla es el protagonista, porque es el muerto", Llamazares explora cómo, "dependiendo de si ha vivido en primera persona o por el recuerdo de sus padres o sus abuelos la expulsión del pantano y la nueva vida en otro lugar, cada uno tiene un enfoque distinto".

Así se despliega ante el lector, como la define uno de los parientes, "una gran historia de amor sin duda ninguna", la de Domingo y Virginia, "la de dos personas humildes, dos campesinos casi sin estudios ni pretensiones, pero con un corazón que lo compensaba todo, que se quisieron toda la vida sin decírselo posiblemente ni una sola vez", o se registra el fin de una era, un orden de "hombres y mujeres para los que la felicidad se basa en la fidelidad a otros y en conformarse con muy pocas cosas", que se dedicaron a una labor a la que tendrán que renunciar, tal como lamenta otro de los protagonistas: "Así que con mis padres se clausuró para siempre una actividad que ocupó a mi familia durante generaciones, que es tanto como decir durante varios siglos. Porque, según les oí contar a ellos alguna vez, hasta donde alcanzaba la memoria familiar todos sus antepasados habían sido campesinos en estos valles del río Porma (...) Fueron mis padres los que rompieron la tradición y no por su voluntad, sino por la circunstancia que les tocó vivir...".

La vinculación sentimental con lo contado provocó que Llamazares aplazara durante años abordar este proyecto. "Es la novela de mi vida. Hay hechos en el pasado de una persona que marcan de manera determinante. Y éste era un material tan sensible que yo mismo iba demorando, sin saberlo, el momento de escribir esta obra. Empecé con unos poemas sobre eso: terminé tres y me paré, porque me di cuenta de que el lenguaje es muy limitado, y yo más", confiesa.

El autor de La lluvia amarilla reconoce, además, que sus evocaciones sobre aquel hogar primero no eran demasiado sólidas: él abandonó su pueblo "muy pequeño, con dos años, y volví algunas veces hasta los 13, que fue cuando sumergieron todo aquel valle y aquellas aldeas. De todo aquello no tengo casi memoria. El primer recuerdo se remonta a cuando tenía 28 años y vaciaron el pantano por motivos técnicos. Entré en el pueblo y estaba lleno de lodo, descolorido, veías truchas muertas en el fango. Fue una experiencia extraña, es como si el primer recuerdo de tu padre fuera un cadáver".

A pesar de que Llamazares aplazaba revisitar con su narrativa ese paisaje, su trabajo como periodista le fue facilitando vivencias de los damnificados por esas intervenciones; así supo de hombres a los que tuvieron que sacar de sus tierras a punta de pistola, que recogieron en barca cuando ya el agua llegaba a las casas... estampas que acabaron prendiendo, dice, "la pólvora sentimental. Hice un reportaje sobre los 25 años del pantano de Riaño, y fui a un pueblo de la tierra de Palencia donde destinaron a muchos de los vecinos de Riaño, de Vegamián... Ese pueblo lo levantaron en el fondo de una laguna que desecaron. Cuando llegaron los primeros no habían construido nada y se alojaban en barracones, algo en lo que encontraba cierto paralelismo con la historia de los judíos". Una imagen que impresionó a Llamazares es que "cuando llovía mucho, afloraba el agua de la laguna, tanto que algunos dormían con la mano colgando de la cama para darse cuenta de si subía demasiado el agua y poder salir corriendo". También le conmovió la desoladora zozobra de algunos habitantes en su nueva ubicación. "Hubo quienes tuvieron que aprender a mirar cuando cambiaron de tierra, porque venían de unas montañas y en las llanuras les faltaban las referencias. Se perdían".

El librose cierra con una cita de Juan Benet, una referencia que trasciende la mera literatura ya que el narrador tuvo entre sus encargos como ingeniero el embalse del Porma. Llamazares fue invitado a inaugurar en San Sebastián un congreso científico sobre el agua: a los organizadores les llamaba la atención que dos escritores, Benet y él, estuvieran unidos de distintos modos por ese proyecto.

Pese a la hondura de la herida abierta con aquel embalse, el autor de Distintas formas de mirar el agua no se expresa en un tono beligerante. "Yo soy escritor, cuento historias para pensar y hacer sentir, no escribo para reivindicar nada. O si acaso, reivindico la memoria de esa gente a la que le cambió la vida por una decisión política. Estamos hablando de un episodio de España muy desconocido. La gente se queda en la anécdota, en el chiste de Franco inaugurando pantanos, pero no sabe lo que cuesta el agua, más allá de la factura que le llega a final de mes. El hecho tan cotidiano de abrir el grifo encierra mucho dolor, seguramente necesario, pero debería ser reconocido".

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