Sevillanas solteras | Crítica
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La muerte ha vuelto a equivocarse. Le debieron dar la dirección equivocada. La noche del 12 del 12 del 14, a unos días de acabarse el año Cortázar, todos los fuegos el fuego acabaron con la vida de Rafael de Cózar. La muerte se equivocó y se llevó a un hombre enamorado de la vida. Se enamoró de tantas mujeres como una prolongación asintótica, sin final imaginable, de su amor por la vida. Todas extranjeras, como un personaje de Truffaut, Cózar conquistador en el sentido pleno desde su metrópoli de la seducción, hasta que encontró a Natalia Turrión, la madre de su hija.
Lo estoy viendo aquel febrero de 1983 asistiendo de acólito laico a Carlos Edmundo de Ory cuando acudió a pregonar el Carnaval de Cádiz de ese año disfrazado de Mefistófeles. Era Fito, diminutivo cariñoso de Rafael de Cózar, un tipo irrepetible. Si ha perdido con él toda su biblioteca, no me voy yo ahora a perder en mariconadas de hemeroteca para recordar al amigo y maestro. Con su estética transgresora, parecía el hermano pequeño de Agustín García Calvo o de Rafael Sánchez Ferlosio, aunque sureño por los cuatro costados, nacido en Tetuán, paseante en Sierpes, nada se le había perdido en Zamora o en el Jarama. Quedó como depositario del legado de Carlos Edmundo de Ory, a quien volvió a acompañar años después de su mefistofélica puesta en escena (aquel Carnaval, el último de Maspapas, el que Boyer expropió a Rumasa) cuando en 2006 el fundador del postismo, embajador de Cádiz en las Galias, fue nombrado hijo predilecto de Andalucía en la ceremonia que lo consagró como pareja de hecho de la duquesa de Alba. Con Ory nos fotografiamos unos cuantos: además de Cózar, allí estaban Aute, Téllez, Jesús Fernández Palacios, Tere Torres y Rafael Román en el refrigerio que Chaves nos dio en las Atarazanas.
La última vez que estuve con él fue en la Carbonería. La famosa noche del 20-N en la que Pisco Lira nombró su abogado a Baltasar Garzón cuando la Policía Local vino a precintar el local donde se celebraba el cumpleaños de Paco Ibáñez. Sentirá en París la muerte de su amigo Rafael. Esa noche compartimos mesa, gazpacho y frito variado con dos franceses, un escultor que era el hermano gemelo de Jacques Tati y su esposa. Cózar les dibujó en una servilleta de papel una excursión por la ruta de la Plata.
Alatriste no murió en Rocroi. Murió en Bormujos, que como sabe Juan Diego, hijo de este pueblo del Aljarafe, está muy lejos de Hollywood. El fuego, seguido de la tromba de agua como metáfora de la tremenda injusticia de Caronte, se ha cargado al club Dumas, esos tres mosqueteros que formaban Cózar, Eslava Galán y Pérez-Reverte. Se acababa de jubilar. La marca España la inventó él con la cantidad de extranjeras, émulas de la tesis de Nancy, a las que le transmitió la pasión por el idioma de Cervantes y Vicente Aleixandre, que se murió justo 30 años antes que Cózar, que hace tres décadas fue nuestro ángel guardián en el paseo entre Chinatown y River Side, título de la primera parte de su libro Ojos de Uva. Ojos de Katie King, la bellísima periodista norteamericana que vino a Sevilla a enseñarle inglés a los palurdos.
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