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Gris. El color de la contemporaneidad | CRÍTICA
'Gris. El color de la contemporaneidad'. Peter Sloterdijk. Traducción de Isidoro Reguera. Siruela. 248 páginas. 26 euros
El emisario del caos. El tono de la indiferencia. El color de los intersticios. Todo esto podría ser el gris, la gama de lo indeterminado. Mientras el historiador francés Michel Pastoureau anda perfilando su historia de los colores, de momento nos anticipa que estamos viviendo tiempos grises. El futuro pinta sombrío y todo apunta a que no somos muy felices y es probable que no lo seamos en lo venidero. Un gris de crepúsculo asoma por lontananza (cambio climático, deshumanización tecnológica, pandemias por venir, indicios de una Tercera Guerra Mundial). Peter Sloterdijk (Karlsruhe, 1947) añade que lo que apunta Pastoureau es verdad. El horizonte se dirige a una finitud de grises, aunque sigamos viviendo como si nada estuviera pasando. En este sentido el gris, a decir del filósofo alemán, nos sirve como distracción.
Que el gris es la capa ambigua de la contemporaneidad nos lleva a hablar lo mismo del llamado “gris Merkel” (la desilusión que siguió a la reunificación alemana), que del Dante, el metafísico autor del gris en la Divina Comedia. ¿No sería su purgatorio el lugar de la monocromía gris? A la máxima de Cézanne de que “mientras no se haya pintado un gris, no se es pintor”, Sloterdijk añade que podría ser cierto también que quien no ha pensado en lo grisáceo no puede ser filósofo. Aristóteles ya dijo que todos los seres humanos geniales tendían a la bilis negra (melancholikoi), lo que probaría que filosofía y melancolía están relacionadas por un reflujo de grises. Pero es Heidegger, sin olvido de Hegel, el intérprete más determinante de los tonos grises, el que examinó a fondo, con “tenacidad monacal-secular”, los matices del no-color.
El gris también permea a las religiones del Libro. En el Apocalipsis de San Juan se desliza la idea críptica pero morbosa de que quienes no padecen ni frío ni calor serán expulsados de la boca de Jesús. Podrían ser los tibios, hijos del gris. Desde el Génesis (todo empezó de entre una oscuridad tumefacta), el gris ha hallado su punto indefinido en el devenir del mundo. Hoy es el tono de la contemporaneidad, donde lo grisáceo, la grisura y hasta la grisería –término acuñado por el autor– reflejan la mutabilidad del mundo a la vez que, paradójicamente, se tiende a la uniformidad y a la pérdida de la diversidad entendida como celebración.
En política, la citada Ángela Merkel –en otoño leeremos sus memorias– podría obedecer al concepto actual de lo que vendría a ser una eminencia gris. Pero la aparición de la eminencia surgida del gris viene de mucho de antes. Recuerda Sloterdijk la peculiar relación que el cardenal Richelieu mantenía con el padre Joseph, aquel capuchino de hábito gris marronáceo, adalid sin duda de la figura gris pero influyente, auténtico creador de escuela en las trastiendas del poder. La presencia secular de las eminencias grises, caso del grisáceo pero brillante Tayllerand (de Luis XVI a Luis Felipe I), refleja el triunfo funcionarial del Estado sobre la vida y la conciencia de los individuos. En este sentido, la burocracia, como sugería Max Weber, podría definirse como toda actuación escrita en la mesa forrada de gris del Estado. Todo lo que va grisáceamente del absolutismo decimonono a la pesadilla de Joseph K.
Sin salir de la Alemania natal de Sloterdijk, la antigua RDA representó la zona gris por excelencia en un ámbito de transición fronteriza e incierta. El periodista Érfurt Sergej Lochthofen, director durante veinte años del Thüringer Allgemenine hablaba de la Alemania comunista como la casa donde la vida giraba sobre tonos de una grisura monocorde. “El gris de la niebla de las industrias sobre los tejados de la ciudad, que no podía llamarse contaminación. El gris de las ruinosas fachadas de las casas. El gris del rostro de las mujeres jóvenes, que apresuradas recogían al salir de sus trabajos a los hijos en la guardería. Coches grises. Estantes grises en los centros comerciales. El gris de las circulares y de las decisiones de la convención del partido (…) Gris en todos los tonos. Como si todos los demás colores estuvieran cubiertos de moho”.
En su Teoría de los colores Goethe se refería a Platón, Aristóteles y el proceso de synkrasis como mezcla de negro y blanco, de donde procede lo phanion (también conocido como munion). O sea, el gris. La semisombra entre lo binario –blanco y negro– vendría a ser también una señal de angustia por su indefinición. En pintura, a diferencia de Cézanne, Delacrouix decía que el gris era el gran enemigo del pintor.
En la novela reciente el gris ha tenido una presencia como de fin de mundo. Recuerda Sloterdijk las nubes de polvo que impiden la luz solar en La carretera, la novela de Cormac McCarthy. De inicio a fin la grisura nos traslada a un paisaje de devastación nuclear. En El hielo del ruso Vladimir Sorokin la narración discurre entre extrañísimas tramas sobre un fondo nevoso y grisáceo. El lector no sabe si el escenario obedece a la Rusia del siglo XIX, del XX o de finales del XXI.
Digresivo y lúcido, provocador y a ratos humorado, Peter Sloterdijk ha recogido, pues, la historia de la humanidad a través de los significados simbólicos del gris, el tono de la resta entre la luz y la sombra. Su compatriota Ernst Jünger, no citado por el filósofo, escribió sus diarios bajo el título de Radiaciones. Para el autor de Tempestades de acero las radiaciones eran las impresiones que dejan en el hombre el mundo y sus objetos, como “el fino entramado de la luz y las sombras”. El gris, o sea.
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