Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
Diario de una perdida | Crítica
Diario de una perdida. Margarete Böhme. Trad. Fernando González Viñas. El Paseo. Sevilla, 2021. 288 páginas. 20,95 euros
Cuando se publicó por primera vez en 1905, el falso diario de Thymian Gotteball, que su autora decía haberse limitado a editar, provocó un escándalo amplificado por su éxito inmediato y continuado, del que dieron cuenta las traducciones a otras lenguas y las adaptaciones teatrales o cinematográficas, la más conocida de las cuales –titulada Tres páginas de un diario (1929) en la versión española– fue protagonizada por la mítica actriz estadounidense Louise Brooks. Junto a La caja de Pandora, del mismo año y director, el austriaco G.W. Pabst, la película es considerada como una de las cumbres del cine mudo, pieza de culto para los devotos de la inmortal Lulú, pero la ya inevitable asociación entre el personaje creado por Margarete Böhme y su brillante encarnación en la pantalla no debería ocultar el fulgor de la obra primigenia. Lo explica con su acostumbrada solvencia crítica el editor de El Paseo, David González Romero, responsable de la primera traducción castellana de Diario de una perdida –a cargo de su cómplice y habitual colaborador Fernando González Viñas, que ya tradujo para el mismo sello El estigma (1920) de Emmy Hennings, una de las "novelas-diarios" acogidas a la estela del relato de Böhme– y autor de una esclarecedora introducción donde da cuenta de la historia editorial del texto y de la novedad que supuso su propuesta, tanto más osada cuanto que no provenía del malditismo exquisito sino de la literatura popular, cuya dimensión mayoritaria multiplicó su potencial disolvente y convirtió a su autora en una celebridad de la época.
Vista desde la perspectiva actual, la polémica sobre la veracidad del testimonio o la licitud del procedimiento, que sigue el clásico recurso del "manuscrito encontrado", sorprende por su ingenuidad, y tampoco se comprende del todo, incluso considerando la moralidad imperante en los inicios del Novecientos, la adscripción de la obra al género de la pornografía. Pero se entiende hoy incluso mejor que entonces lo que la novela tenía y sigue teniendo de subversiva. Ya el siempre lúcido Walter Benjamin, en palabras citadas por González Romero, supo ver que más allá del "exhaustivo inventario respecto al comercio sexual", o de sus virtudes formales y de contenido, Böhme trazaba "la más audaz curva emancipatoria hacia un nuevo límite". Y en efecto, pese al propósito pedagógico de la editora, expresado en el prólogo, las confesiones de Thymian contienen una carga de profundidad que trasciende el moralismo para entrar de lleno en el terreno de la denuncia. El argumento no puede ser más melodramático. Hija de un farmacéutico y huérfana de madre desde temprana edad, Thymian cae en desgracia cuando tras ser seducida por el mozo de la botica se queda embarazada. Antes había podido ver cómo el padre abusaba sin contemplaciones de las mujeres del servicio. En adelante, forzada por las consecuencias de su mal paso –es decir expulsada para siempre de la comunidad de "las muchachas y las mujeres decentes"– pero sin dejar de seguir su libre determinación, no dudará en prosperar gracias al intercambio de favores sexuales, enfrentando la condena de las gentes respetables. De modo progresivo y cada vez más firme, el diario refleja el paso de la inocencia mancillada –"muerta para la sociedad burguesa (...) no me queda otra cosa que celebrar mi resurrección en otro mundo"– a una doliente e inequívoca profesión de rebeldía.
La narración por voz interpuesta, con dos interrupciones que añaden verosimilitud, le permite a Böhme usar de una franqueza insólita, cuya crudeza se ve rebajada gracias a la sencillez y la naturalidad de una escritura fluida, exenta de artificios. El objetivismo de corte naturalista se combina con trazas del folletín y ecos de la picaresca, pero la precisa radiografía del oficio se aparta de los tonos costumbristas o meramente descriptivos, dado que viene acompañada de una impugnación expresa y por momentos furibunda de la hipocresía y la doble moral de las clases acomodadas. No hay redención, dice Thymian, no puede haberla para los "expulsados y parias de la sociedad". Los lectores podían aceptar la caracterización de las prostitutas desde el punto de vista del hombre que las condena o enaltece, como hicieron simbolistas y decadentes, pero no el autorretrato –habla una mujer vulnerable y vulnerada, reflexiva y desafiante– por boca de una de ellas. En esto radica la fuerza transgresora de un relato que sin carecer de patetismo ni excluir los tópicos transmite verdades incómodas. Porque la mayor provocación de Böhme no fue mostrar el itinerario de la cortesana, sino hacerlo de la mano de la inteligencia, la voluntad insumisa y un orgullo alejado de la victimización sensiblera.
"Yo no soy una Magdalena penitente", afirma Thymian, aunque arrastre dolores antiguos y condescienda a fantasear con una vida distinta. No se arrepiente porque no ha tenido opción que no pasara por el sometimiento, y porque a su alrededor las mujeres, tanto las que trafican abiertamente con su cuerpo como las que lo entregan por razones de conveniencia, están uncidas a un mismo yugo que las comprende a todas, explotadas o indefensas ante los requerimientos de una dominación implacable. Las jóvenes burladas, las madres ilegítimas, las esposas despreciadas, las favoritas o mantenidas, la padecen de distintos modos, pues el terrible código de honor que restringe su libertad, esa turbia "atmósfera creada por el temor a Dios, el rigor moral y la abstinencia", no se aplica a los varones. La perplejidad inicial de la muchacha se transforma en autoconciencia, fruto de un aprendizaje –también el estilo cambia, de las frases hilvanadas a una prosa más elaborada– que pasa por asumir el lugar de los excluidos. Muy crítica con el papel de la religión y de sus ministros, o con la falsa caridad de las "honorables damas", Böhme imprime a su discurso, desde luego feminista, también un sentido político, de modo que su solidaridad con "los rechazados para el mundo burgués" va más allá del género para abarcar la clase. Los miserables, los compañeros en la desgracia, no son sólo los habitantes del arroyo. En los restaurantes, en las elegantes estancias, compartiendo en apariencia la buena vida de sus amantes, las mujeres perdidas no dejarán nunca de ser parias.
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