Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
Diario 1926-1935 y 1936-1950 | Crítica
Diario 1926-1935 y 1936-1950. André Gide. Ed. de Martine Sagaert. Prólogo de Ignacio Echevarría. Trad. de Ignacio Vidal-Folch. Debolsillo. Barcelona, 2022. 848 + 854 páginas. 14,95 + 14,95 euros
Acogido a la gran estela de la tradición francesa, con cimas como las representadas por las contribuciones de Constant, Stendhal, Vigny o Amiel, el monumental Diario de André Gide ha sido definido por muchos críticos como su obra más ambiciosa y perdurable, fruto de más de seis décadas de un trabajo que en el último tramo de su vida se convirtió en dedicación casi exclusiva, cuando en parte por los estragos de la vejez y en parte por la sensación de haber culminado su tarea –miles de páginas en todos los géneros– dio por concluida su obra de creación estricta. Respecto a los precedentes citados, sin embargo, todos ellos conocidos de manera póstuma, Gide publicó en buena medida su Journal en vida, a partir de comienzos de los años treinta, y este rasgo distintivo influyó lógicamente en su concepción, como él mismo señalaba, pues no se trataba ya o no sólo de una confesión íntima, sino de un texto literario que si por un lado traicionaba, desde su propio origen, el carácter privado, al tener muy presentes a los futuros lectores, por otro lo llevó a reorientar el sentido de su escritura.
Hablamos de una figura de talla europea y de una obra central y de extraordinario influjo en su momento, aunque la edición completa del Diario no vio la luz hasta 1996 en la Bibliothèque de La Pléiade, al cuidado de Éric Marty y Martine Sagaert. Fue la que sirvió de base para la antología de Laura Freixas en Alba (1999) y es la que ha usado Debolsillo para la primera edición íntegra en castellano, prologada por Ignacio Echevarría y traducida por Ignacio Vidal-Folch, que se presenta en cuatro volúmenes de los que acaban de publicarse los dos últimos, correspondientes a los años 1926-1935 y 1936-1950. Antes de esas décadas, el fundador de la prestigiosa Nouvelle Revue Française había oficiado como defensor del individualismo, pero a mediados de los años veinte el escritor que había abjurado de la religión para proclamarse agnóstico, denunciado los horrores del colonialismo o reivindicado la homosexualidad sin velos, abrazó el comunismo, en calidad de "compañero de viaje", y pasó a encarnar el tipo del intelectual engagée, heredero de Zola y antecesor de Sartre, sin contar a las celebridades que en el pasado –Voltaire, Hugo– habían desempeñado en parte ese papel de conciencia pública.
Es el momento en que comienza el tercer volumen, en cuyo prólogo, excelente como todos los de la serie, Echevarría introduce importantes matizaciones sobre la "toma de partido" de Gide, que hizo gala de un compromiso no militante, pero hondo y sincero, y se atrevió más tarde –en su sonado Regreso de la URSS, publicado en plena guerra de España– a desvelar la impostura soviética, una apostasía que no le impidió ganar una década más tarde el Premio Nobel (1947) pero lo convirtió en un proscrito, tanto para sus viejos impugnadores de siempre como para los representantes, notorios e influyentes en la posguerra, de la izquierda comunista. Esta etapa, recogida en el volumen cuarto, contiene los años negros de la Ocupación, en los que Gide mantuvo, sobre todo al comienzo, una ambigüedad decepcionante, ni collabo ni résistant, sin duda sobrepasado por los hechos y un poco o bastante ya fuera de tiempo.
Admira en estas páginas la calidad y la precisión de una escritura osada, menos clásica de lo habitual en Gide –y de ahí quizá su mayor atractivo– pero igualmente impecable, que se vuelca en un ejercicio de introspección inusitada. Nunca del todo libre de los escrúpulos puritanos, pese a su profesión de hedonismo, el autor podía presentarse como inmoralista, pero gustaba de confrontar sus acciones o pensamientos con las motivaciones profundas que los guiaban y tenía, sobre todo, una acusada conciencia del deber y la autoexigencia, unida a la necesidad de buscar un significado a lo que vivía. No es sin embargo el Diario un mero registro de la vida cotidiana ni tampoco el lugar para exponer planteamientos teóricos, sino el verdadero centro de su labor creadora. En esta suerte laboratorio, correlato o contrapunto de su obra en marcha, a la vez que espejo del hombre que la concibe, el Gide más íntimo abordó lo que Echevarría ha llamado una "épica de la sinceridad", el sostenido diálogo consigo mismo de un escritor hiperconsciente que al mostrarse quiso retratar a la humanidad entera.
Palabras como estrella, tótem o faro son habitualmente empleadas para definir el relevante lugar que ocupó André Gide durante la primera mitad del siglo XX, cierto es que como parte de una brillante constelación –lo señalaba Ignacio Echevarría en el prólogo al primero de los volúmenes del Diario– que se ha oscurecido mucho desde los años en los que autores como Claudel, Léautaud, Renard o Martin du Gard, también célebres entonces y hoy apenas leídos fuera de Francia, eran seguidos y comentados en toda Europa. Famosamente calificado por Rouveyre como "el contemporáneo capital", Gide encarnó la ruptura moral con los valores burgueses, y aunque él mismo vivía holgadamente de las rentas no dejó de trabajar duro ni de ejercer una suerte de cambiante apostolado, venerado o combatido pero siempre en primera línea. Fue un hombre lúcido, proteico y proverbialmente inaprensible que se autoimpuso una honestidad radical, lo que le llevó a contradecirse o a cambiar de criterio en numerosas ocasiones –sólo quienes no dudan ni se cuestionan a sí mismos permanecen inmóviles–, pero tuvo el valor de asumirlo y lo hizo precisamente en razón de su temperamento inconformista.
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