Tribuna Económica
Carmen Pérez
T area para 2025
Literatura
Hay algo enigmático y terrible (y fascinante) en la figura de Philip K. Dick, uno de esos individuos de sangre encendida que acaban siendo un serio inconveniente para sí mismos. La vida no le puso las cosas fáciles; no obstante, mientras la adversidad templa ciertos corazones y los convierte en escudos, del suyo hizo una bomba de relojería que reventó cuando menos lo esperaba nadie. Dick nació el 16 de diciembre de 1928, suele añadirse que "de un parto prematuro" como si éste fuera un primer síntoma aciago. Lo que sí acabó marcándolo a una edad aún temprana fue la muerte por desnutrición de su hermana gemela, Jane, a las pocas semanas de nacer. El futuro escritor se obsesionaría con este hecho hasta el punto de convertirlo en una especie de unción: Jane murió para que él viviera, ¿por qué?
Sus padres se divorciaron cuando él tenía 4 años y se quedó a cargo de una madre que, para rematar la faena, lo convirtió en cobaya propicio para toda suerte de fármacos milagrosos. Luego, Dick sumaría su granito de arena al alud coqueteando con los alucinógenos de moda en las décadas siguientes, desde el LSD hasta las anfetaminas. Se sabe que padecía agorafobia y manías persecutorias de grueso calibre: durante un tiempo se creyó vigilado por el FBI (quizás esto fuera verdad), después por el KGB y, avanzando los años, por entes inefables instalados en un palco de su cerebro para aplaudir el espectáculo de una paranoia que supo convertir en material narrativo de primer orden. Las palabras claves en la obra de Dick son desquiciamiento y sospecha. En sus tramas, entretejidas con pasión y atropellamiento, sus protagonistas siguen escaleras abajo la madeja desbaratada de la lucidez y descubren indicios de que la realidad pudiera ser un simulacro y la memoria un injerto artificial en el cerebro y lo que llaman yo un rostro asomado al espejo en el cual no se reconocen.
En 1951, nuestro autor tomó una decisión temeraria donde las haya: dedicarse por entero a la escritura. La labor de meritoriaje lo tuvo varios años midiendo sus fuerzas con el relato corto, en donde fue definiendo un mundo personal y extremo, más atento a las sugerencias del contenido que a las exigencias de la forma: si Nietzsche decía filosofar con el martillo, Dick escribía con un taladro. El destino de estos cuentos era el maremagno de los pulps de fantasía y ciencia ficción, que tanta leyenda y mística han generado. Dick escribió más de un centenar de cuentos, luego recogidos en cinco volúmenes, disponibles en ámbito español en el sello Minotauro. El paso a la novela lo dio en 1955, con Lotería solar. En los 27 años siguientes, hasta su muerte, publicaría un total de 36 novelas en un periplo profesional que alternó temporadas de frenesí creativo con parones diríamos inexplicables, aunque en realidad explicados por su dependencia de las drogas.
En 1962 consiguió el Premio Hugo gracias a El hombre en el castillo, una sugerente ucronía sobre el mundo resultante en el caso de que Alemania y sus aliados hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial. A este periodo pertenecen sus obras más reputadas: Los clanes de luna Alfana, sobre un psiquiátrico interespacial abandonado a su suerte en donde los enfermos se organizan por grupos según su patología a la manera del sistema de castas hindú; Los tres estigmas de Palmer Endricht, que inquietó tanto al beatle John Lennon como para barajar la posibilidad de llevarla al cine; o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, el primer texto suyo adaptado a la gran pantalla.
Destacaríamos asimismo las más tardías Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (1974), Premio John Campbell Memorial a la mejor novela de ciencia ficción, en torno a un famoso cantante y presentador de televisión que un día se despierta y descubre atónito que nadie lo conoce, y Una mirada a la oscuridad (1977), un descenso a los infiernos de la adicción y del tráfico de drogas en donde pudo descargar toda la experiencia acumulada. Todas ellas se encuentran en el catálogo de Minotauro.
Una historia como la de Dick –era su sino– tenía que acabar mal en el momento en que empezara a ir bien. A principios de los 80, el autor se había convertido en un referente internacional en el ámbito de la ciencia ficción. Su carrera estaba encaminada. No puede decirse lo mismo de su salud mental –en aquellos años juraba departir con el apóstol San Pablo y despropósitos similares–, pero lo importante era que se había aceptado a sí mismo y, en definitiva, tener una pajarera en la cabeza no es forzosamente un impedimento para ser feliz. Fue el corazón el que dijo basta. Murió de un infarto el 2 de marzo de 1982. Desde entonces, su fama no ha hecho más que crecer. Si Friedrich Nietzsche viviera hoy y se decantara por la ciencia ficción, desde aquí ponemos la mano en el fuego: como mínimo, le habría echado una ojeada a sus novelas y cuentos.
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