Vivero de símbolos
Diálogos con Leucó | Crítica
Tanto los 'Diálogos con Leucó' de Cesare Pavese como la 'Conversación sobre Tiresias' de Andrea Camilleri ponen de manifiesto el vigor y la perdurable fecundidad de los mitos griegos
Las fichas
Diálogos con Leucó. Cesare Pavese. Ed. y trad. de Carlos Clavería Laguarda. Prólogo de Carlos García Gual. Altamarea. Madrid, 2019. 280 páginas. 18,90 euros
Conversación sobre Tiresias. Andrea Camilleri. Trad. de Carlos Clavería Laguarda. Epílogo de Carlos García Gual. Altamarea. Madrid, 2020. 64 páginas. 9,90 euros
En la gran literatura italiana del siglo XX, pese a que sus libros abarcan un periodo de apenas quince años, el nombre de Cesare Pavese sigue resonando por la gran calidad de su obra en todos los registros que abordó, también en parte por las famosas circunstancias de su muerte a una edad demasiado temprana. Suele citarse a menudo el texto de la nota manuscrita que dejó el suicida en la mesa de noche del hotel turinés –"Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Vale? No hagáis demasiados chismorreos"–, pero no tanto el hecho de que en ella había también un ejemplar del libro, Diálogos con Leucó, publicado tres años antes, en 1947, que Pavese había dicho preferir a todos los otros suyos. Lo recuerda Carlos García Gual en el prólogo, originalmente publicado como artículo (2011) en Cuadernos de Filología italiana y escrito con motivo del centenario del nacimiento del autor piamontés, que abre la nueva traducción del libro al cuidado de Carlos Clavería, quien ha enriquecido la edición de Altamarea con un aparato de notas de fina erudición y muy recomendable lectura, si se quiere entender a fondo la propuesta de Pavese en este libro tan extraño como fascinante.
Parte de la dificultad de los Diálogos, que fueron recibidos con cierta perplejidad por sus contemporáneos, en pleno auge de un neorrealismo al que el propio Pavese había contribuido, tiene que ver con lo que García Gual llama su "textura poética", sumada a la peculiaridad de un género –el que va de Luciano a Leopardi, si se trata de diálogos de contenido mitológico, no sólo o no estrictamente narrativos– que no permite demasiadas notas de contexto fuera de las breves acotaciones iniciales. En las líneas que redactó para la contracubierta, decía Pavese de sí mismo: "Por un momento, ha dejado de creer que el tótem y el tabú, los salvajes, el espíritu de la foresta, el asesinato ritual, el mundo mítico y el culto a los muertos fueran sólo bizarrías inútiles...". En otro, la Prefazione ai dialoguetti que fue incluida como entrada en sus célebres diarios póstumos, El oficio de vivir, aportaba una definición del mito como lenguaje o medio expresivo, un "vivero de símbolos" que funciona con autonomía y en la que cada nombre o gesto o prodigio expresa "una cosa sintética e incluyente, una médula de realidad que vivifica y nutre de pasión, de estado humano, todo un organismo, todo un conjunto conceptual". Las citas, que pueden parecer demasiado arduas pero no empañan la limpieza de los diálogos mismos, remiten a reputados mitólogos y comparatistas como Frazer, Kerényi, Jung o Eliade, autores a los que Pavese había leído con provecho y de los que extrajo esa idea del repertorio mítico como vehículo de transmisión de un legado ancestral, en su caso limitado a la imaginación helénica, capaz de proyectar en cualquier época "múltiples florescencias".
El mito, decía también Pavese, está como la infancia fuera del tiempo y remite igualmente a unos orígenes que conservan e irradian su luz reveladora. Pero se trata de una luz en cierto modo indirecta, que recrea un mundo de sombras o de figuras en penumbra. Los veintisiete diálogos del libro retoman otros tantos episodios de la mitología griega que en la prosa del autor alcanzan un grado de estilización casi abstracto, donde se mezclan el fondo alegórico y los tonos oraculares con ese "toque existencialista y subversivo" al que alude García Gual, por el que tanto los dioses como los mortales expresan, frente a la infelicidad, quiebras o insatisfacciones que suenan contemporáneas. Es así cómo las "voces antiguas" acaban formulando, de un modo enigmático pero concerniente, las "angustias y dudas de siempre".
Una gracia ambigua
Presentado por la misma editorial Altamarea como el "testamento literario del último gran intelectual italiano", la Conversación sobre Tiresias de Andrea Camilleri, fallecido en julio de 2019, hace ahora justo un año, se ofrece también en traducción de Carlos Clavería y con unas palabras de acompañamiento de Carlos García Gual, tomadas en este caso de un artículo de mediados de los setenta –Tiresias o el Adivino como mediador– publicado por el clasicista en la veterana revista Emérita. Es sabido que los sicilianos, como naturales de la isla que los griegos llamaron Trinacria, en alusión a los tres extremos o promontorios que distinguen su contorno, no han dejado nunca de ser medio helenos, de modo que la familiaridad de autores como el creador de Montalbano –nacido en Porto Empedocle, provincia de Agrigento– con las viejas historias de la mitología clásica, apunta a una milenaria línea de continuidad compartida por el resto de las tierras itálicas que conformaron la Magna Grecia. Algo o mucho de la "gracia ambigua" y de la "ironía trágica" que en palabras de García Gual define a la figura del profeta del futuro de los héroes, también abordada por Pavese en uno de sus Dialoghi –el tercero, donde hablan Tiresias y Edipo–, comparece en la jubilosa Conversazione en la que Camilleri, ya ciego como el adivino tebano, se retrata como tal –es el mismo adivino quien toma la palabra, aunque lo haga desde una posteridad que lo asimila al narrador– a la vez que recorre con ingenio y conocimiento los testimonios asociados a la recepción del personaje, desde Homero en la Odisea hasta el siglo XX de Woolf, Apollinaire, Cocteau, Eliot, Pound, Borges o Dürrenmatt, sin olvidar a Pasolini, Primo Levi o el mismo Pavese. La en parte melancólica pero sobre todo bienhumorada perspectiva del siciliano se pone de manifiesto cuando relata, por ejemplo, el episodio en el que el futuro vidente cambió de sexo por haber dado muerte a una serpiente –"mejor no conocer profundamente los pensamientos que agitan la mente de una mujer"– o cuando afirma que tuvo la certeza de que la Tierra era redonda al mirar el trasero de Atenea, y también en sus bromas sobre el nefando verbo teresiar, las elucubraciones de Freud –que "con lo del complejo de Edipo iba a arruinar vuestra existencia"– o el concepto del amor cortés, "que en mis tiempos no existía y que ni siquiera hoy sé a qué se refiere".
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