"Cada día lucho por perdonarme el no haber llegado más alto"
Laura Freixas publica 'Una vida subterránea', un testimonio tan ameno como lleno de hondura de las ambiciones, ansiedades y anhelos de una joven autora.
Escribir era para Laura Freixas, cuando empezaba, un ejercicio temerario, "como meterse en un pozo sin tener la seguridad de que se va a poder salir". En Una vida subterránea, la primera entrega de su Diario, que recoge el período comprendido entre 1991 y 1994 y que publica Errata Naturae, la autora comparte con los lectores las incertidumbres y los anhelos de sus comienzos, de esa edad fantasiosa, aún algo pueril, en la que los sueños aprietan y "todo tiene que ser perfecto, nos hundimos ante cualquier crítica o el menor fracaso". La narradora relata sus esfuerzos para completar satisfactoriamente su primera novela y para encajar los rechazos, esa "dolorosísima sensación de haber sido excluida del clan de los buenos, los triunfadores, los escritores de verdad"; observa con incredulidad "cómo se odian, cómo se destrozan" entre sí los literatos, "a dentellada limpia". Pero Freixas descubre que la materia prima para su trabajo "no está en la cabeza, sino en el corazón" y por eso aquí no habla sólo de literatura: detrás de la creadora hay una mujer que asiste a terapia para poder superar sus temores, que intenta quedarse embarazada, que empieza a aclimatarse a una ciudad nueva; una mujer que, en definitiva, anota en sus páginas la vida.
-En el diario, usted lucha no sin ansiedad por desprenderse de una imagen del éxito como la solución a los desvelos de la literatura. "Yo hacía con mi escritura", dice, "lo mismo que sentía (con razón o sin ella) que hacía mi padre conmigo: la amaba a condición de que triunfase". ¿Ha aprendido a acallar esos fantasmas? ¿Se siente reconocida Laura Freixas, veinte años después de esa frustración de los comienzos?
-Sí, me siento reconocida, siento que he ganado mi apuesta. Aun así, es muy difícil luchar contra algo -la exigencia de éxito- que la sociedad nos recuerda constantemente y que en mi caso además me fue inculcado en la infancia y está muy enraizado en mí. Es una exigencia voraz, insaciable: siempre estoy por debajo de lo que me exijo y me temo que siempre lo estaré. Cada día lucho por perdonarme el no haber llegado más alto, conseguido más cosas; y es importante que me perdone, porque de lo contrario, el reproche y el desprecio hacia mí misma me paralizarían.
-Al llegar al ámbito literario usted ya conocía el mundillo editorial, y analiza sus envidias, sus miserias. Quizás por ello siente un "afán exasperado de autenticidad", de encontrarse "a solas conmigo misma, (...) a solas con la literatura". ¿Se paga un precio por esa independencia?
-Por supuesto que se paga un precio, eso lo veo cada día más claro. De joven yo creía que podría conseguir lo que me propusiera a base de trabajar mucho, sin necesidad de hacer concesiones. Ahora veo que ciertas recompensas se otorgan sólo a aquel o aquella que se adapta a los gustos del mercado, a los prejuicios de la sociedad, a los intereses de los poderosos. Por ejemplo, escribiendo novelas en el subgénero que esté de moda en cada momento (negra, histórica, etc), o en el caso de una mujer, dando una imagen sexy o frívola o de escándalo barato. De hecho este es el tema de mi última novela, Los otros son más felices, que se publicó en 2011.
-La escritora hacia la que siente más afinidad es Virginia Woolf, cuyos Diarios traduce mientras escribe el suyo. Woolf encarna una emoción que no tiene, en su opinión, Simone de Beauvoir.
-Simone de Beauvoir fue una mujer admirable, inteligentísima, y cuya vida fue un ejemplo de libertad y audacia. Para mí siempre ha sido un modelo, aunque en el diario también critico ciertas actitudes suyas. Sin embargo, es cierto que considero a Woolf muy superior literariamente. Beauvoir fue sobre todo una pensadora; Woolf, ante todo una artista (aunque también muy capaz de pensar: Una habitación propia es una obra maestra).
-Es curioso el camino que usted hizo: controlaba la literatura francesa y se impuso como deberes conocer a los autores españoles, la generación de los Goytisolo, Aldecoa, García Hortelano... Cela y Marsé, por ejemplo, no salen bien parados de aquel análisis. ¿Ha cambiado su opinión de ellos?
-Me impongo muchos deberes, aunque estos en realidad no son sino una forma metódica que adopta mi curiosidad. Mi opinión sobre Cela no ha cambiado, mi opinión sobre Marsé sí ha mejorado al leer más obras suyas. De Juan Goytisolo admiro sobre todo su autobiografía, tan valiente. De esa generación me gustan especialmente Matute y Martín Gaite.
-En 1992, vaticina que su literatura tendría como tema "el paso del tiempo: cómo transforma nuestra visión del mundo. Las edades de la vida". ¿Ha sido así?
-Sí, aunque hoy añadiría otros: la condición femenina, o la conciencia tan extraña e intensa de ser un "yo", a la vez único e irrepetible, y uno más entre miles de millones.
-Una vida subterránea narra también su adaptación a Madrid, que le parece una ciudad hostil, fea, en la que sin embargo -si no me equivoco- aún sigue residiendo.
-Sí, sigo viviendo en Madrid, pero ahora con agrado. Mi relación con la ciudad ha cambiado porque con los años he ido tomándole cariño a barrios (como el de Chueca donde ahora vivo), lugares y personas. Y la ciudad también ha cambiado, ahora es infinitamente más moderna y sofisticada que cuando llegué en los primeros 90.
-El lector la acompaña mientras usted camina por las "arenas movedizas" de su primera novela, pero en esta entrega del Diario no logra publicar ese texto. ¿Qué fue de aquella obra? ¿Acabaría siendo Último domingo en Londres?
-¡Nunca he sufrido tanto con un libro como con ese!, primero para escribirlo, luego para publicarlo. Sí, es Último domingo..., que por fin salió en el 97.
-Su libro aporta una visión femenina a la producción diarística en España, pero usted no hace precisamente una idealización de la obra escrita por autoras. Cree que tiene tanto cualidades como defectos, y le da rabia el "aura sagrada" que a veces se le otorga a la palabra "mujer".
-En efecto, esa "aura sagrada" que a veces se da a la palabra "mujer" pertenece a una visión idealizada, esencialista, ahistórica, de la feminidad, que no comparto. Pero con los años he ido descubriendo la obra de autoras que me interesan muchísimo en la medida en que reflejan unas vivencias que los escritores varones no han reflejado: pienso en Clarice Lispector, Christa Wolf, Annie Ernaux, Mary McCarthy o ahora mismo y aquí, Marta Sanz, Belén Gopegui o Natalia Carrero. Nos muestran una cierta cara oculta de la sociedad, igual que hacen los escritores afroamericanos, que también me gustan mucho.
-Su amor por la literatura se percibe hasta en su descendencia: su hija es la primera Wendy que admitió el Registro Civil de Madrid, un nombre que debe a Barrie y Peter Pan.
-Wendy es un nombre bastante habitual en Inglaterra, que fue donde yo conocí al que luego sería mi marido. Además es un personaje que siempre me resultó simpático. Cuando elegí ese nombre para mi hija no sabía que era tan nuevo en España; ahora me alegro de haberlo introducido oficialmente...
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