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Fotografía La Fábrica edita un catálogo de la frágil existencia humana
Ni globos ni pancartas de colores ni aspirantes a presidentes ni tampoco ases del deporte ni estrellas de Hollywood ni gurús de la televisión ni afamados y ricos hombres de negocios. Sólo americanos. Captados por la cámara -mejor, el ojo- de Robert Frank (Zúrich, 1924; otro europeo una vez más) en los años 1955-56 en un instante cualquiera: en un parque, en un funeral, en un rodeo, en el autobús o en el vagón cafetería de un tren a Nueva York, frente al jukebox, en una tienda de caramelos, ante un accidente de tráfico o en un baile benéfico. Aguardando nada, sin esperar nada de la siguiente página de sus vidas, escrita o aún por escribir. Es lo de menos. No les importa. Frank retrató a esas personas en una mínima fracción de tiempo, las atrapó y las fijó en papel de la misma forma que Raymond Carver y Sam Shepard lo han hecho en sus relatos. Los líquidos de sus cubetas en donde las bañó eran la autenticidad y la melancolía.
No tiene la obra de Frank oropel en el decorado, ni siquiera las barras y estrellas que aparecen en alguna que otra foto están bien planchadas; es más, en una de ellas es un desvencijado y mugriento toldo que lejos del campo de batalla, la parada militar o el acto patriótico ofrece una pobre sombra en un destartalado patio trasero de Venice. Es la otra América. No es la de Peggy Lee y sí la de Woody Guthrie. No la de Annie Leibovitz y sí la de Walker Evans. No es la de la opulencia de la postguerra iluminada por los neones de la gran ciudad y sí la de la miseria adherida a los techos de contrachapado en la periferia social. No se acerque, pues, a este libro buscando láminas del feliz sueño americano. Podría sentir que lo han despertado a bombazos. Y no lo haga tampoco si es un seguidor de la ortodoxia, de la fotografía en fascículos y menos aún del photoshop, ya sabe: una luz bonita, un enfoque correcto, un encuadre con perfección milimétrica y un modelo de belleza calculada.
No era esa la intención del artista suizo cuando un par de años antes de la publicación de En el camino y en pleno baby boom se echó a la carretera en un automóvil cutre para recorrer los 48 Estados norteamericanos, cámara al hombro y con una ayuda de la Fundación Guggenheim. Su objetivo era bien distinto. No iba a inmortalizar a los elegidos. Disparó sus clicks sobre los rastrojos de la sociedad, esa gente que, como escribió Steiner, tiene su polvorienta supervivencia en las guías telefónicas viejas. Porque hasta en los momentos más amables -una fiesta, un baile, un estreno de cine- las escenas de Frank desprenden un halo de tristeza solitaria y el tufo a glamour de rebajas adquirido en una tienda de todo a cien. Fue por ello que ni el poder de una beca Guggenheim sirvió para que el libro fuera aceptado en Estados Unidos. Ahí estaba Francia, siempre al quite, donde Los Americanos vio la luz en 1958.
Álbum de la desolación prologado por un emocionado Jack Kerouac -algunos de los fotografiados pasarían por sus ángeles-, Los americanos guarda en las imágenes de sus páginas la potencia de un artefacto visual comparable a la fuerza de un solo improvisado de Charlie Parker.
Este catálogo de la frágil existencia humana que pasa por la Tierra de Promisión en blanco y negro ha sido publicado ahora en España, 50 años después de su aparición. Lo ha hecho La Fábrica Editorial. Gracias.
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