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Desastre | Crítica
'Desastre'. Niall Ferguson. Trad. Efrén del Valle. Debate, 2021, 640 páginas. 28 euros
Desastre no tiene la intención, confiesa su autor, de ser un monográfico sobre la pandemia, sobre las enfermedades contagiosas, ni siquiera sobre los cataclismos en general. Más bien se parece a una serie de preguntas concatenadas, todas con el desastre por protagonista, a las que se van sugiriendo respuestas parciales que evocan nuevas preguntas: ¿qué es en realidad un desastre? ¿Pueden equipararse desastres naturales y humanos? ¿Cuál es el umbral de dolor en que el mero accidente pasa a catástrofe? ¿Existen pautas cíclicas que expliquen las debacles?
En su larguísimo repertorio de tragedias, que abarca desde la guerras regionales en África u Oriente Medio, pasando por epidemias de diversa magnitud (la peste negra, la gripe española), terremotos, huracanes, erupciones volcánicas, las calamidades atómicas de Fukushima y Chernóbil, la explosión del Challenger, la caída del Imperio Romano y un montón de escombros más, Ferguson avanza una suerte de tipología zoológica que puede enunciarse más o menos así: dependiendo de su tamaño, de sus implicaciones y de la destrucción que dejan a su paso, los desastres se equiparan a tres clases de criaturas. En primer lugar, el rinoceronte negro equivale al problema inevitable que está en la mente de todos, que todos vemos aproximarse a velocidad variable y que sabemos que tarde o temprano tendrá que embestir (el cambio climático); le sigue el cisne negro, un acontecimiento raro, explosivo, que sólo unos pocos vieron llegar pero que, a fin de cuentas, no estaba fuera de la lógica lineal de las cosas (el estallido de la Primera Guerra Mundial); y, en fin, el rey dragón, o catástrofe perfecta, inconcebible tanto en energía como en consecuencias, que sucede sólo una vez en un milenio y deja tras de sí una estela causal que puede extenderse mil años más (la Revolución Francesa).
Todo este reguero de muerte y ruido (que culmina en tres prolijos capítulos dedicados al Covid-19) sirve para alcanzar un puñado de conclusiones provisionales. De un lado, está el hecho de que nadie escarmienta en cabeza ajena y de que las catástrofes se ven como hechos puntuales, aislados, que surgieron en el pasado como consecuencia de una combinación de azares desgraciados, pero que no es concebible que se repitan a corto o medio plazo (percepción errónea, como ilustra no sólo el Covid, sino algo tan reciente como la erupción de La Palma). Por otra parte, está la responsabilidad humana, aun en los casos en que la mayor parte de la imputación cae del lado del azar o la mecánica abstracta del universo: si no hubiera gente que se frota o escupe sin cesar, si no hubiera gente que construye casas bajo los volcanes, si no hubiera ciudades situadas en fallas tectónicas, los desastres serían siempre muchísimo más livianos. Y, en fin, que toda catástrofe es, en última instancia, social, y que sus causas obedecen a una intrincada red imposible de desenredar de un solo vistazo.
El desastre y la jaqueca coinciden en esto: nadie se da cuenta de que está encima hasta que rompe.
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