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Felipe Benítez Reyes. Escritor
Aficionado a los collages, Felipe Benítez Reyes (Rota, 1960) comenzó hace dos años un blog al que bautizó con el mismo nombre que su novela del Nadal –Mercado de espejismos–. Un espacio que tiene mucho, en efecto, de colección de retazos, de pudding, de ropa vieja. Artículos y ocurrencias que ahora pasan a papel con el título de Las respuestas retóricas (Isla de Siltolá).
—Comenzó a escribir este blog hace dos años, ¿con qué intención?
—No estoy seguro. Quizá por un sentido de correspondencia: en internet hay colgadas muchas cosas que me han interesado y creí que mi deber era aportar algo a ese comercio desinteresado de ideas y de creaciones. Internet sirve para divulgar cosas atroces o simples naderías, pero también ofrece contenidos fabulosos.
—¿Y tenía fe en él o creía que iba a cansarse?
—La verdad es que no confiaba demasiado en mi constancia. Tenía la sospecha de que iba a aburrirme pronto y de que a nadie iba a interesarle aquello, porque la oferta es demasiado amplia. Para mi sorpresa, las visitas fueron creciendo a un ritmo muy rápido, así como el número de seguidores. Hoy por hoy, la media de visitas está en unas 200 al día, que no es mucho, pero la verdad es que, aun así, me parece algo milagroso, porque todos andamos muy faltos de tiempo para dedicar un rato al día a esas expediciones.
—¿Qué criterio ha seguido en la selección de entradas?
—Quizá el de la intemporalidad de los textos, los que están menos sujetos al presente y pueden leerse hoy o mañana, o –con mucho optimismo por mi parte– dentro de unos años, sin que afecte a su sentido.
—Las respuestas retóricas tiene más vocación recopilatoria que de testimonio. ¿Demasiado ombliguismo, en el universo de las bitácoras?
—Hay escritores que usan el blog como una plataforma publicitaria. Para dar cuenta de sus publicaciones, de las reseñas que se publican de sus libros o de las entrevistas que les hacen. Procuro no caer en eso.
—Los textos hablan de la actualidad a través de ‘nadas’ encantadoras. Y no lo hace con acritud ni con actitud aleccionadora, aunque señale cosas que no le gustan. Por ejemplo, cuando habla del café (“una de las armas secretas más eficaces del capitalismo”), o de los gastos públicos (“Tiempos aquellos, ay, en que los representantes del pueblo se hicieron gourmets y sumilleres gracias a tarjetas de crédito cuyos cargos iban al arca común”).
—Toda persona que opina en público tiende a ponerse la mano en la cintura para soltar el pregón moralizante. Creo que hay que defender la cortesía de la duda más que el dogma. Incluso cuando algo es dogmáticamente rechazable, prefiero recurrir a la ironía o a la reducción al absurdo antes que recurrir al discurso indignado. Hay que tener cuidado con las vanidades morales, porque tienen los defectos de cualquier tipo de vanidad.
—”De momento, todo parece destinado a volver al papel”. Eso lo dice porque no ha visto las nuevas tabletas...
—Bueno, es que ya va a costarme trabajo renunciar al papel. Todo es una simple cuestión de formato, y el formato es a fin de cuentas secundario. Poder llevar toda una biblioteca en un artefacto liviano es maravilloso, desde luego. Pero tampoco está mal tener una biblioteca que te ocupa media casa.
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