¿Quién decís que soy yo?

El vínculo entre Cristo y el séptimo arte constituye un episodio cultural propio del último siglo cuya evolución merece un análisis idóneo para estos días.

¿Quién decís que soy yo?
¿Quién decís que soy yo?
Pablo Bujalance

17 de marzo 2013 - 05:00

La presencia de Jesús de Nazaret en el cine es tan antigua como el mismo cine. Ya los hermanos Lumiére rodaron en 1898 una película titulada La vida y la Pasión de Jesucristo. Desde entonces, cada cineasta que ha decidido trasladar a la gran pantalla la figura, la influencia y el testimonio del Hijo de María, dentro o fuera de los textos evangélicos, ha propuesto su más personal respuesta a la pregunta que el mismo Cristo formuló a sus discípulos: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" Si hasta comienzos del siglo XX la pintura había contenido la mirada cultural más valiosa a Jesús (una mirada que se mantuvo álgida a lo largo del mismo, a través de un amplio abanico de maestros que abarca desde Salvador Dalí a Francis Bacon), el cine se mostró desde el principio más que capacitado para tomar el relevo merced a su abrumador poder de convicción; un poder que, tratándose del Mesías, ha representado desde los albores de la cinematografía una tentación irrenunciable para creadores de toda índole, ya fueran más o menos comulgantes con sus enseñanzas. Ahora que las calles vuelven a oler a incienso conviene revisar el vínculo entre Cristo y la gran pantalla, cuya evolución ha confluido entre las representaciones más o menos humanas, más o menos divinas, aunque no siempre en progresión ni en línea recta.

Tras las aproximaciones primerizas de Pathé Frères (1902) y Alice Guy(1906), la primera adaptación de la novela de Lewis Wallace Ben-Hur, dirigida en 1907 por Sidney Olcott, instauró un modelo que luego sería ampliamente adoptado: el que aborda a Cristo no de manera directa sino a través de ilustres secundarios, bien de ficción, bien recuperados de los Evangelios. Fred Niblo dirigió sin embargo otra versión en 1925 que acentuaba la carrera de cuádrigas, una línea que asumió William Wyler en 1959 en su vertiente más espectacular. Pero mucho antes, David Wark Griffith incluyó la muerte y Pasión de Cristo en su monumental Intolerancia (1916) y Cecil B. De Mille sentó en 1927, en los estertores del cine mudo, las bases que seguiría a pie juntillas el Hollywood del esplendor de los 50 y 60 con su Rey de Reyes: una lectura de los Evangelios dotada de fidelidad textual que subraya los elementos trágicos de la Pasión para conferir un mayor caudal emocional al final feliz de la Resurrección, con una épica que aprovechó la dimensión universal de Jesús para mejorar y aumentar las posibilidades técnicas del cinematógrafo: éste dejó de ser un rudimentario proyector de imágenes en movimiento gracias, en gran medida, a su empeño en ganar a Jesucristo para su causa.

No obstante, ya en los 50 empezó a ganar fuerza la digresión como vía alternativa para la evocación del personaje. La propuesta del nuevo Cristo cuajó en creadores tan esenciales como únicos y libres, de la talla de Dreyer (en cuya Ordet de 1955 el loco Johannes remite al Jesús que se enfrenta al Gran Inquisidor de Los hermanos Karamazov de Dostoievski) y Buñuel (que hizo lo propio en Nazarín, la adaptación de la novela de Galdós, en 1958, y que recurrió a menudo a la sombra de Cristo en otras películas como Viridiana y Simón del desierto). En 1961, el maestro Nicholas Ray abrió la caja de los truenos al servir un Rey de Reyes que se beneficiaba de los efectos panorámicos y épicos del Cinemascope para asombro del público mientras vestía a un Cristo misterioso, huidizo, demasiado humano, tan vehemente en su mensaje como castigado por sus tormentas interiores. Aunque el Cristo del cine ya era insobornablemente libre, la cuestión, a partir de la lectura de Ray, pasaría a ser un juego de equilibrios entre lo divino y lo humano, entre el referente religioso y la soledad personal, entre la criatura y el creador.

La jugada maestra en esta (presunta) confrontación llegó poco después de la mano de quien seguramente menos se esperaba. Pier Paolo Pasolini, militante ateo y comunista, que en 1975 suscitó el escándalo con una reivindicación de Sade sin medias tintas en Saló o los 120 días de Sodoma, firmó en 1963 El Evangelio según San Mateo, la más hermosa recreación (al menos, para quien suscribe) que el séptimo arte ha acometido de la figura, la personalidad y la trascendencia de Cristo. La digresión desaparece por completo: la fidelidad al texto canónico es absoluta y el actor vasco Enrique Irazoqui compone un Jesucristo profundamente conmovedor, que mira a la cámara para proclamara las bienaventuranzas, las parábolas y todo el contenido discursivo del Evangelio con una naturalidad y autoridad aplastantes. Arropado por un paisaje rural de un realismo arrebatador, por personajes exentos de cualquier consideración sacra y de una música sostenida en el gospel y el blues, el Cristo de Pasolini, como el ángel que le acompaña en los momentos decisivos, es humano hasta las heces: pero en esta humanidad sin paliativos reside su cualidad más cercana al milagro y al espíritu.

De nuevo en Hollywood, George Stevens optó por caminos más convencionales en La historia más grande jamás contada, con un espléndido Max von Sydow. En la URSS, Andrei Tarkovsky introdujo una breve pero significativa representación de la Pasión de Cristo en Andrei Rublev (1966), mientras las autoridades soviéticas le impedían una y otra vez acometer su proyecto más ambicioso, el que nunca llegó a rodar: El Evangelio según San Lucas (tal vez como venganza, se permitió rematar en 1972 la adaptación de Solaris con una onírica versión de la parábola del hijo pródigo, para disgusto de Stanislaw Lem). En 1973, Roberto Rossellini firmó su verdadero testamento cinematográfico (tras haber narrado la vida del santo de los pobres en San Francisco, juglar de Dios), en El Mesías, incomprendida en su momento aunque revalorizada tras la muerte del realizador. Aquel mismo año, Norman Jewison vertió al cine el musical de Tim Rice y Andrew Lloyd Weber Jesucristo Superstar en una película repleta de hallazgos estéticos, rechazada por buena parte de la comunidad cristiana más beligerante y admirada por el Papa Pablo VI, quien, al parecer, deseó para la misma Iglesia con cierta nostalgia un atractivo semejante entre los jóvenes. En 1977, Franco Zeffirelli bebió de las fuentes del arte para un Jesús de Nazaret realizado para cine y televisión, con un Robert Powell moldeado a gusto del director en su intención preclara de traducción pictórica.

El trabajo cinematográfico más polémico en torno a la representación de Jesús fue, y sigue siendo, La última tentación de Cristo, adaptación de la novela de la Nikos Kazantzakis dirigida por Martin Scorsese en 1988. La cinta, al igual que su matriz literaria, evitó la inspiración en los Evangelios para adentrarse en un objeto poético que indagaba en el conflicto, instaurado en Cristo, entre la carne y el espíritu. El estreno se saldó con cines incendiados y amenazas de muerte por parte de fanáticos a quienes les resultaba inadmisible la imagen de Jesucristo compartiendo vida marital con María Magdalena sin obviar el lecho, por más que este fragmento quedara circunscrito en el margen estricto de la tentación que Cristo experimenta en la cruz (daba igual: la mayor parte de los fundamentalistas ni siquiera habían visto la película). La Iglesia, por su parte, condenó la película no por la escena en cuestión sino por su contenido herético, propio del adopcionismo (derivación gnóstica que considera que Cristo no nació siendo Hijo de Dios, sino que fue posteriormente adoptado o arrebatado por el Espíritu) para la solución de la ecuación imposible entre la divinidad de Dios y la corrupción del cuerpo. La polémica ensombrenció en 1989 la muy interesante película de Denys Arcand Jesús de Montreal, que ahondaba precisamente en los riesgos de la representación artística de Jesucristo. En 2004, Mel Gibson llevó a los extremos del sadismo la prefiguración profética del Cordero entregado al suplicio y la muerte para la redención de la humanidad en La Pasión de Cristo. Y un caso especialmente cercano es El discípulo, de Emilio Ruiz Barrachina, con un Jesús ya finalmente desprovisto de consideraciones divinas y tocado de rigor histórico. Pero esta historia sigue. Apenas ha empezado.

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