La danza de la lluvia

El historiador Felipe Fernández-Armesto reflexiona sobre el modo en que la especie humana ha ido asumiendo los grandes cambios de la historia.

El historiador británico Felipe Fernández-Armesto (Londres, 1950).
El historiador británico Felipe Fernández-Armesto (Londres, 1950).
Manuel Gregorio González

05 de junio 2016 - 05:00

UN PIE EN EL RÍO. SOBRE EL CAMBIO Y LOS LÍMITES DE LA EVOLUCIÓN. Felipe Fernández-Armesto. Trad. Guillermo Ortiz. Turner. Madrid, 2016. 332 páginas. 26 euros.

Es posible relacionar este libro de Fernández-Armesto con el clásico de John Bury, La idea de progreso (1920), a pesar de que su contenido excede el ámbito, más preciso y más breve, de aquella obra. Esto ocurre así porque, si bien es cierto que Bury se ciñe a un único concepto, el progreso, y a su evolución histórica de Montaigne en adelante, ambos autores le prestan especial atención a las ideas que se derivan de El origen de las especies de Charles Darwin, y su posterior repercusión en disciplinas tan dispares como la sociología, la antropología, la política o la propia definición, siempre conflictiva, de la cultura.

Al cabo, el tema principal al que alude Fernández-Armesto no es otro que la cultura. Para ello, sin embargo, acude en primer lugar al concepto de cambio y su formulación histórica, para luego adentrarse en el concepto de evolución, y la influencia que dicha teoría ha tenido en el entendimiento de la cultura, tanto en lo que concierne a su origen, a sus particularidades, como a su posterior despliegue sobre vastas zonas del planeta. Nadie ignora el poderoso influjo que las teorías de Darwin y de Marx tuvieron sobre el ideario del XIX-XX, y el concepto de finalidad, de progreso, de evolución hacia un estado superior que ambos sugieren. El propio primo de Darwin, Francis Galton, quiso inferir del darwinismo una suerte de selección natural, aplicada a la sociedad victoriana, cuyo alcance y cuyas implicaciones son fáciles de imaginar. Por lo que atañe a la dialéctica materialista, ya sabemos que las contradicciones del capitalismo acabarían, como en el Apocalipsis de San Juan de Patmos, en una ulterior catarsis de la que emergería la dictadura del proletariado. La tesis que formula Fernández-Armesto en Un pie en el río opera, sin embargo, contra este prejuicio de la evolución, asimilada a una mejoría constante, así como a un concepto biológico de la cultura, que sitúa el ámbito cultural, y en suma el albedrío humano, en los márgenes de la genética.

Lo que pretende demostrar Fernández-Armesto, contra el determinismo de la biología, no es sólo que la cultura excede, con mucho, los condicionantes fisiológicos, geográficos y de todo orden, en los que la cultura se despliega. También aduce que la cultura no es fruto de la evolución, si por evolución entendemos tanto una adaptación al medio como una superación del estadio del cual partía. No hace falta acudir a Gibbon, o al propio Runciman de La caída de Constantinopla, para recordar que la cultura ha sufrido extraordinarios altibajos que no cabe atribuir al ADN ni al paisaje circundante, como sugirió la historiografía romántica que nace de Vico y Herder. Para Fernández-Armesto, la cultura es fruto del aprendizaje, y en consecuencia, es fruto de hallazgos individuales y de una difusión social cuyo éxito depende, en buena medida, del azar, y no tanto de la tiranía de los genes. Lo cual no quiere decir que la cultura sea ajena a la biología y al medio, pero sí que ambos aspectos no agotan ni entorpecen -sólo delimitan- el terreno donde opera la verdadera fuente del hecho cultural, que no es otra que la imaginación humana.

Una imaginación y una cultura, por otra parte, que Fernández-Armesto no duda en atribuir a otras especies, como los orangutanes y los delfines, y cuya diferencia con la cultura del homo sapiens es una diferencia de grado. Si la investigación de los primates ha podido concluir que algunos homínidos ejecutan misteriosas danzas de la lluvia, sin una finalidad evidente (es decir, que ciertos primates tienen una desarrollada capacidad simbólica), la mayor imaginación del hombre es la que explica tanto una cultura superior, como la extraordinaria diversidad de culturas que ha desarrollado desde el albor de la especie. Por otro lado, es esta imaginación del humano la que genera cambios, a veces de enorme trascendencia, cuando entra en contacto con otras culturas. Así explica Armesto la hora cenital de la Antigüedad, enriquecida por el Oriente y el Mediterráneo, y así explica el Renacimiento, ayudado de Polo, de Colón y de la Ruta de la Seda. En última instancia, Armesto atribuye a la globalización, al incesante cruce de culturas que hoy se produce, la sensación de vértigo y de cambio que azota el mundo moderno. Una sensación que no tiene que corresponderse, necesariamente, con la realidad, y que sin embargo es el fruto ulterior, acaso más refinado, más torpe o más confuso, de aquellos simios que bailaron bajo el aguacero.

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