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Cuadernos de infancia | Antes que mueran | Crítica
Cuadernos de infancia | Antes que mueran. Norah Lange. Edición de Inmaculada Pérez Parra. Renacimiento. Sevilla, 2022. 260 + 180 páginas. 17,90 + 17,90 euros
Se ha vuelto habitual decir, de nuevo ahora con ocasión del L aniversario de su muerte, que el nombre y la obra de Norah Lange han sido eclipsados por las figuras mayores de Borges y Oliverio Girondo, amigo, medio primo y quizá pretendiente el primero, compañero y después marido el segundo, pero es difícil no hablar de ellos –y del resto de sus compañeros de avanzadilla– a la hora de abordar la trayectoria de quien fuera una de las mujeres más destacadas de la primera vanguardia argentina. Integrante de la generación martinfierrista, Lange publicó su primer libro de poemas, La calle de la tarde, en 1925, pero ya antes había colaborado en las revistas del grupo –por los tiempos en los que, como apuntó su prologuista el mismo Borges, "amanecía el ultraísmo en tierras de América"– y seguiría estando muy presente, con dos nuevas entregas y a través de las antologías del periodo, en el efervescente panorama de la década. Es verdad que la "Verónica del arte nuevo", como la llamó Cansinos, formaría estrecho tándem con Girondo, hasta el punto de que un coetáneo pudo hablar de "Noroliverio" para referirse a la pareja, pero resaltar estos vínculos no implica menosprecio de su figura, reivindicada junto a las de otras pioneras latinoamericanas de la edad de los ismos.
Lejos de la pasiva condición de musa, tan rutinariamente adjudicada a muchas autoras de la época, Lange tiene una obra valiosa que va más allá de la poesía de juventud, de la que acabaría por distanciarse, se extiende a la narrativa –cuentos y novelas– e incluye un celebrado libro de memorias, Cuadernos de infancia (1937) y su continuación Antes que mueran (1944), ambos rescatados por Renacimiento en edición de Inmaculada Pérez Parra. Hija de padre noruego y madre con doble ascendencia noruega e irlandesa, Lange pertenecía a una familia acomodada de Buenos Aires que en 1910 se trasladó a vivir a la Colonia Alvear, provincia de Mendoza, donde el padre, un ingeniero que trabajaba en la Comisión de Límites entre Argentina y Chile, ejerció como administrador. Tras la muerte de este en 1915, su viuda e hijos volvieron a la capital, a la casa de la calle Tronador que pasaría a la historia literaria –en la novela Adán Buenosayres (1948) de Leopoldo Marechal, donde Norah (Solveig) y su hermana Heydée se apellidan Amundsen– como lugar de encuentro de la avant-garde porteña. Son los dos escenarios que comparecen en los Cuadernos, una colección de fragmentos no datados que se presentan como estampas autónomas en las que la narradora se observa a sí misma –a la niña que fue entre los cinco y los catorce años– desde la perspectiva de la mujer adulta.
Escrita en un lenguaje evocador y muy cuidado, la primera entrega de las memorias de Lange recrea un mundo cerrado que orbita en torno a las casas familiares y su entorno inmediato, donde las mujeres –la madre, las hermanas, la institutriz inglesa– asumen el protagonismo. Los recuerdos de la autora, que emplea a veces la primera persona del plural, un "nosotras" que refuerza esa impronta femenina, se refieren a un espacio privado, doméstico e íntimo, donde se proyecta la mirada subjetiva y desde muy temprano autoconsciente de una niña pelirroja –"No es bonita, ¡pero tiene tan lindo pelo! Parece un varón", le dicen desde pequeña, al principio ella lo entiende como un elogio– que desarrolla una sensibilidad impropia de su edad. La atención a los detalles, la plasticidad de la prosa, la construcción de una atmósfera que sumerge al lector en una cotidianidad no exenta de extrañeza, familiar pero rodeada de misterio, caracterizan los Recuerdos donde pese a la discontinuidad hay un hilo conductor, con el hiato señalado por el fallecimiento del padre –"su muerte construyó diferentes destinos"– y el posterior traslado de la familia a Buenos Aires. En Antes que mueran, sin embargo, que no es exactamente una continuación sino lo que podríamos llamar una ampliación de campo, pues comprende de nuevo los años de la infancia aunque no se reduce a ellos, el lirismo y la tendencia a la ensoñación de Lange siguen un camino más oscuro e inquietante y en ocasiones hermético, paralelo, dice la editora, a la evolución de su escritura por esos años, cada vez más volcada en "la vida interior e incluso la irrealidad". De siempre inclinada a la experimentación, Lange se asomaba aquí a los territorios de lo fantástico.
Andando el tiempo, Norah Lange no sólo renegaría de su poesía ultraísta, sino también de sus dos primeras novelas –Voz de vida (1927) y 45 días y 30 marineros (1933)– que le parecían ejercicios inmaduros o acogidos a una estética superada. La segunda, de hecho, inspirada por un viaje a Noruega, tardó tres años en publicarla, insegura de su valía, pero cuando finalmente lo hizo lo festejó a lo grande, en un sonado baile de disfraces de marineros del que ha quedado constancia gráfica, gracias a la foto donde ella aparece caracterizada como sirena. Mucho más interés tiene la posterior Personas en la sala (1950), reeditada hace unos años por Barataria con prólogo de Carola Moreno, donde Lange deja de lado la sustancia autobiográfica para narrar la obsesión de una muchacha por la vida estática de tres hermanas que conviven en la casa de la acera de enfrente, dando forma a un ambiguo y sofisticado artefacto que confunde percepciones e identidades en una trama enigmática y perturbadora. Es un tono que encontramos anticipado en el segundo volumen de sus memorias, libro de transición, como bien sugiere la editora. Pero ya en su obra primeriza estaba, como supo ver Borges, esa dimensión "misteriosamente individual" que confiere a su escritura una poderosa voz propia.
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