Guadagnino mira a Burroughs a través de Cronenberg

Queer | Crítica

Drew Starkey y Daniel Craig en una imagen del filme de Luca Guadagnino.
Drew Starkey y Daniel Craig en una imagen del filme de Luca Guadagnino.

La ficha

*** 'Queer'. Drama, Italia-EEUU, 2024, 135 min. Dirección: Luca Guadagnino. Guion: Justin Kuritzkes. Fotografía: Sayombhu Mukdeeprom. Música: Trent Reznor y Atticus Ross. Intérpretes: Daniel Craig, Drew Starkey, Jason Schwartzman, Henry Zaga, Omar Apollo, Lesley Manville, Lisandro Alonso.

El cine de Luca Guadagnino suele valer tanto como sus referentes explícitos y el diseño de producción singularizado que los envuelve. Su cualidad como nuevo autor internacional se sustenta sobre esa capacidad mutante para transfigurarse en una segunda piel posmoderna sobre materiales, géneros y gestos preexistentes, ya se trate de un texto de James Ivory (Call me by your name), de la revisión del giallo (Suspiria), el thriller romántico (Cegado por el sol) o el relato vampírico (Bones and all), de concebir un triángulo amoroso a la manera de un efectista partido de tenis (Challengers) o de esta relectura de la novela Queer de Williams Burroughs que le debe tanto al imaginario creado por David Cronenberg para El almuerzo desnudo como a la propia transpiración lisérgico-erótico-romántica de las páginas originales del mito contracultural.

Queer aborda una pasión homosexual y sus consecuencias en un México de los años 50 imaginado y reconstruido (también digitalmente) en los platós y estudios de Cinecittà. Allí se encuentra nuestro protagonista, un William Lee al que Daniel Craig presta su elegancia bondiana en decadencia y el lino blanco y sudado de una vida de adicciones y fugas, refugio para otros maricas que coquetean y alternan entre tragos desesperados de tequilla o practican sexo en sucias habitaciones de hotel.

Proyección autobiográfica levemente enmascarada (no falta, a la postre, el famoso episodio Guillermo Tell), Queer aspira también a materializar en ritmos musicales e imágenes impactantes y simbólicas la propia sustancia alucinógena y adictiva de las drogas, primero la heroína y la cocaína, luego, en la tercera parte del filme, ese yagé (o ayahuasca) de los indígenas que abre las puertas a la telepatía y la experiencia incorpórea.

Guadagnino se mueve entre ese mundo perfectamente diseñado y artificial intentando levantar el cuerpo aturdido del deseo, primero entre imágenes explícitas (hasta donde se puede), luego en esa incursión en la jungla donde, bajo la luz de Sayombhu Mukdeeprom, se consuma y materializa ya ese imaginario fantástico y esa vertiente experimental que justifican su película como un ensayo sobre la pasión que traspasa las fronteras del cuerpo y la materia.

Entre esos dos polos, con apuntes musicales extemporáneos (Nirvana, Prince, Caetano Veloso), fluctúa un filme desigual que tiene que pelear también con los apósitos de lo anecdótico (todos esos parroquianos del bar, la botánica que guarda los secretos del yagé) o el grosor del trazo de aquello que está más allá de la mirada deseante de Lee hacia ese otro hombre (Drew Starkey) cuya imagen idealizada lo acompañará ya para siempre.  

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