Colores desteñidos

Tres colores: Azul | Reestreno en cines

Juliette Binoche en una imagen del filme de Kieslowski.
Juliette Binoche en una imagen del filme de Kieslowski.

La ficha

** 'Tres colores: Azul'. Drama, Fra-Pol-Sui, 1993, 98 min. Dirección: Krzysztof Kieślowski. Guion: Krzystof Piesiewicz, K. Kieślowski. Fotografía: Slawomir Idziak. Música: Zbigniew Preisner. Intérpretes: Juliette Binoche, Benoît Régent, Florence Pernel, Emmanuelle Riva, Hélène Vicent. 

Treinta y un años le han caído ya a la primera entrega de una de las más famosas trilogías del reciente cine de autor europeo, esta Azul (1993) del polaco Krzystof Kieslowski que regresa ahora a los cines donde ya triunfara para poner a prueba la nostalgia, la memoria o el prestigio adquirido con el tiempo. Treinta y un años en los que, para ser sinceros, no habíamos vuelto a verla, y que nos devuelven ahora un filme cargado de tics y ampulosidad manierista que posiblemente entonces apreciamos como síntomas de sensibilidad, hondura, refinamiento y magisterio.

Porque Kieslowski era entonces, pocos meses antes de morir en la cima de su reconocimiento, uno de los grandes autores de ese cine que buscaba las alianzas transeuropeas entre el Este y el Oeste, el director que encontró el camino para salir de Polonia, donde sin duda, e incluso para la televisión (El decálogo), había rodado ya sus mejores títulos, para abrazar a Francia y a los colores y valores fundacionales de su bandera, también al productor Marin Karmitz, como plataforma desde la que construir una cierta idea del arty europeo que se abría entonces camino internacional en un intento de recuperar comercialmente las señas de identidad y la herencia de los nuevos cines nacionales de los 60 y 70 para públicos adultos.

Treinta y un años que nos devuelven un retrato del proceso de duelo de una mujer (Binoche en su esplendor post-godardiano y post-caraxiano) entreverado de reflejos, distorsiones, flashes e imágenes cóncavas que se quieren sustancia emocional y subjetiva de la represión del sufrimiento íntimo mientras que los pequeños acontecimientos a su alrededor adquieren una cualidad poética sobredimensionada o la obra musical inacaba de su marido (o quizás suya) se completa entre retazos de melodías que buscan nada más y nada menos que la celebración colectiva de una Europa utópicamente unificada.

Cuesta ver hoy todo ese proceso como algo orgánico o no excesivamente contaminado por la auteritis de la que Kieslowski ya era prisionero tras el éxito de La doble vida de Verónica. Azul retuerce demasiado el melodrama postraumático femenino entre las formas de un esteticismo amplificado y el trazado demasiado trascendente de un proceso que quiere ser demasiadas cosas a la vez, de la superación al renacimiento pasando por el desengaño y el adiós a las raíces, incluso una gran sinfonía de Réquiem que convirtió a Zbigniew Preisner en otra gran estrella de su tiempo. 

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