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El crimen político

De Julio César a Trotski, de Carrero Blanco a Kennedy, pasando por Aldo Moro o Gandhi, Pedro González-Trevijano analiza en un libro erudito y ameno los principales magnicidios de la Historia.

El crimen político
Manuel Gregorio González

03 de febrero 2013 - 05:00

Magnicidios de la Historia. Pedro González-Trevijano. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2012. 297 páginas. 21,90 euros

No es casualidad que en estas páginas de González-Trevijano se cite con frecuencia a William Shakespeare. En el Cisne de Avon, como en ningún otro escritor moderno, el crimen político es materia predilecta de sus dramas. Y no sólo el magnicidio de la Antigüedad clásica, resumido en César; también la Edad Media del orbe anglosajón, de Hamlet a Ricardo III. Aun así, en Shakespeare no es la consideración histórica, sino la desmesura humana, aquello que da perennidad a su obra. En estos Magnicidios... de González-Trevijano, libro de notable erudición y fácil lectura, la intención es manifiestamente otra. Se trata de analizar las causas, de evidenciar el contexto, de subrayar los efectos que se siguieron de unos crímenes cuya ejecución cambió, probablemente, el curso de la Historia.

Salvo en el caso de César, el resto de los magnicidios aquí glosados pertenecen, en rigor, a la Historia contemporánea. Desde Marat a Lincoln, el Archiduque Francisco Fernando, Troski, Nicolás II, Gandhi, Kennedy, Carrero Blanco y Aldo Moro, toda la infausta nómina de asesinados pertenece al periodo que se abre con la Revolución francesa y la conquista del derecho de ciudadanía. No obstante, la causa de la inclusión de César en este libro parece obvia: el acuchillamiento del dictador romano es, en cierto modo, el modelo que ha prefigurado, hasta nuestros días, la propia idea de magnicidio. Lo mismo cabe decir, en sentido inverso, de la muerte de Sócrates. Sea como fuere, este tipo de libros siempre suscitan una cuestión previa: por qué se han incluido ciertos nombres y se han silenciado otros; por qué -sin salir de España- González-Trevijano ha escogido a Carrero Blanco, orillando a nombres como Prim, Canalejas, Cánovas, Eduardo Dato o Calvo Sotelo. Dejando al margen las preferencias del autor, hay que decir que los nombres que componen este censo están más que justificados, aun cuando las últimas informaciones sobre la muerte del general Prim, (es probable que muriera por estrangulamiento, tras resultar gravemente herido en el atentado del callejón del Turco), agravan el interés por un caso, crucial en la historia española, que todavía hoy permanece en brumas.

El acierto de González-Trevijano, en cualquier caso, radica en la oportuna explicación de los condicionantes políticos y sociales que propician, que hacen posible el magnicidio. Lincoln y la abolición de la esclavitud; Marat y el terror jacobino; el Archiduque y la emergencia de los nacionalismos balcánicos; Trotski y la imposible disidencia de la doctrina estalinista; Carrero y los amenes de la dictadura; Kennedy y el recelo del viejo Sur a una política de distensión internacional e inversión pública. Gandhi y los radicalismos religiosos que se abatieron sobre la India descolonizada. Quizá, el caso más conmovedor sea la ejecución de Nicolás II y su familia cuando los llevan, ya de noche, a un sótano donde hallarán la muerte. Después de las detonaciones, el zarévich Alexei, niño de 14 años, aún "respiraba y gemía". Y alguien del pelotón le abreviará el tránsito con varios disparos a bocajarro. También el asesinato de Aldo Moro, por su ambigüedad política, por el inverosímil cúmulo de torpezas policiales (el libro de Sciascia sobre aquel suceso es uno de los más inquietantes de la segunda mitad del XX), suscita una pronunciada angustia. La muerte de Troski impresiona, sin embargo, no sólo por el terrible modo en que se llevó a cabo; también por la formidable obstinación de sus victimarios. En la muerte de Kennedy, es el espeso misterio que se cierne sobre el magnicidio aquello que nos abruma. Con el asesinato del archiduque, en fin, se extinguen no sólo sus tiernos amores con la condesa Sofía Chokek; se extingue de igual modo la vieja Europa de la marcha Radeztky y la caballería imperial. Había llegado la hora del ametrallador y la guerra de trincheras.

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