Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
El caso Casas Viejas. Crónica de una insidia (1933-1936). Tano Ramos. Tusquets. Barcelona, 2012. 448 páginas. 24 euros.
El libro de texto de Historia contemporánea de 2º de Bachillerato de Anaya despacha en dos líneas la matanza de Casas Viejas, ocurrida en una pequeña aldea de Cádiz en enero de 1933, cuando un grupo de guardias de asalto acudió a sofocar una revuelta campesina y, por orden del capitán que lo mandaba, Rojas, lo hizo a sangre y fuego culminando la acción al amanecer con el fusilamiento de una docena de hombres desarmados, algunos esposados, algunos rematados tras la descarga. Pero eso no se estudia en Bachillerato, pese a que en esas dos líneas se asegura que estos sucesos supusieron la caída del primer gobierno de la República.
La serie Memoria de España, un monumental esfuerzo de la televisión pública por narrar nuestro pasado en 25 horas documentales, dedica apenas 20 segundos a Casas Viejas. Dice: "Mueren 23 personas en la brutal represión de las revueltas anarquistas". En la conciencia histórica de nuestro país, Casas Viejas fue la tumba de unos campesinos y de la II República porque Manuel Azaña decidió emplear puño de hierro para sofocar este levantamiento -"brutal represión"; represión es una acción que, habitualmente, parte del poder- en un lugar tan recóndito como Casas Viejas. ¿Fue así? Lo cierto es que durante aquellos días hubo muchos más levantamientos en toda España y ninguno acabó como la carnicería de esta aldea. Aún así, la derecha, tan comprensiva con la mano dura como posteriormente se demostraría en la revolución de Asturias, dijo sentirse horrorizada; los socialistas se desmarcaron de la burguesía reformista que representaba Azaña. Azaña se quedó solo. Y, a partir de ahí, todo fue de mal en peor. Casas Viejas es un momento crucial de nuestra Historia. Sin embargo, todo se resume en dos líneas y 20 segundos.
El pasado mes de noviembre, el jurado del premio Comillas que cada año convoca Tusquets, uno de los más prestigiosos de nuestro panorama editorial, tomó una decisión cuando menos arriesgada. Galardonó el trabajo de investigación de un completo desconocido, un periodista de Tribunales de Diario de Cádiz que había presentado un libro en el que se sumergía en todo lo que significó Casas Viejas. Lo que había hecho el autor, Tano Ramos (Cangas de Narcea, 1958), era rescatar el proceso judicial que siguió a la matanza y las crónicas periodísticas que nos entregaron la visión que hoy tenemos de una de las mayores infamias de nuestra Historia. El resultado es una obra esclarecedora, absorbente, brillante, necesaria. La publicación de El caso Casas Viejas. Crónica de una insidia (1933-1936) explica por qué el jurado del premio Comillas asumió riesgos que no son muy habituales en las conservadoras decisiones de las grandes editoriales.
El minucioso trabajo de Tano Ramos es esclarecedor porque utiliza un método que debería ser habitual en la investigación histórica, ir a la fuente original. Los historiadores leen a historiadores, interpretan a partir de anteriores interpretaciones. Sólo así es posible entender que todo lo que se ha escrito sobre Casas Viejas, que no es poco, se haya hecho sin contar con un elemento esencial del proceso que siguió a la matanza de los campesinos: la instrucción del sumario. Y esto era así porque ese sumario había desaparecido. Bien, Tano Ramos ha encontrado una parte de un valiosísimo documento en el que figuran las primeras declaraciones de los implicados en el caso. No las que, ya con una estrategia diseñada por la defensa para escupir hacia arriba, hacia Azaña como responsable de haber ordenado los fusilamientos, se conocen por las actas de los dos juicios que se celebraron contra el capitán Rojas.
Es absorbente porque a través de sus más de 400 páginas Ramos logra transportar a la sala de la Audiencia Provincial de Cádiz y, una vez allí instalado, el lector logra un dominio absoluto de los macabros hechos que se juzgan gracias a una técnica narrativa que renuncia a la floritura, que incluso renuncia a un instrumento tan legítimo como el suspense. Desde el primer momento, Ramos expone lo que contará, revela dónde desembocará el libro. Es más, en el arranque de cada capítulo se señala qué es lo que se va a abordar en él, sus momentos de tensión, los elementos clave que nos van a permitir seguir avanzando para, a continuación, desmenuzarlos con una transcripción de declaraciones y de percepciones que trasladaban los principales medios de comunicación a una población que seguía apasionada el desarrollo de los acontecimientos. Es una técnica periodística en estado puro, casi de pirámide invertida. Lo principal, al principio. Esto permite una visión poliédrica, a lo Rashomon, de las escasas horas que distan entre la llegada de los guardias al pueblo y su salida dejando cádaveres amontonados en la corraleta de una de las chozas de la aldea.
Es brillante porque sin un abuso del off, sin subrayados emocionales, Ramos construye personajes épicos. Hay un villano, el cruel capitán Rojas, hay cobardes, hay mentirosos, hay víctimas, hay injuriados, hay venganza... Y, como en todo relato que se precie, hay un héroe. La figura del acusador que representaba a las familias de algunos de los campesinos asesinados en Casas Viejas, Andrés López Gálvez, va creciendo desde los ángulos de la narración hasta convertirse en un personaje central que protagoniza uno de los momentos más bellos del libro, que corresponde a su alegato final ante el jurado en un papel que parecería pensado para James Stewart. Es un canto a la razón y a la dignidad humana.
Y, por último, el libro de Tano Ramos es necesario porque es una reflexión actual sobre la manipulación de la opinión pública. Las crónicas que reproduce Ramos de algunas de las plumas más relevantes de la época no son muy distintas a las que ahora podemos leer cuando las batallas de poder obligan a crispar la calle con arengas incendiarias desde los púlpitos periodísticos. El gran Edgar Neville se refiere a la prensa conservadora de la época como "la caverna", mientras la prensa conservadora muerde la pieza preciada, Manuel Azaña, sin interés en esclarecer verdad alguna. Recuerda la literatura GAL con su famosa equis, en la que quienes menos escrúpulos parecían tener en castigos ejemplares señalaban con el dedo a un Gobierno que ordenaba enterrar en cal a terroristas. O, más cercano, el periodismo de la conspiración que, ocho años después, sigue rodeando al atentado de los trenes de Atocha. El libro de Tano Ramos es necesario porque, al tiempo que arroja luz sobre dos líneas y veinte segundos de nuestra memoria histórica, nos habla del ahora. Y todo sin levantar la voz, sin soltar una sola soflama. Honrando su oficio, Tano Ramos deja que los hechos hablen. Son más que suficientes. Magnífico.
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