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La creación en voz baja

Eduardo Jordá

30 de enero 2014 - 01:00

CUANDO le elogiabas alguno de sus libros, o le citabas un poema suyo, Fernando Ortiz se encogía de hombros y enarcaba un poco las cejas, y entonces sonreía como el niño que una vez fue en una finca de Valencina -el niño que jugaba con un perro que se llamaba Basura y cogía tomates frescos de una mata- y exclamaba: "Bueno, qué le voy a hacer. Soy el mejor poeta sordo de mi barrio". Otras veces, más modesto, Fernando Ortiz reducía el ámbito de su grandeza poética, y en estos casos declaraba que tan sólo era "el mejor poeta sordo de mi calle".

Esta modestia no tenía nada de teatral ni de fingida. Al contrario, Fernando Ortiz se sentía un poeta modesto que escribía a la sombra de Bécquer y de Fray Luis, de Machado y de Cernuda. Igual que a sus maestros, le gustaba la poesía en voz baja, meditativa, sencilla -aunque la suya era la difícil sencillez de las cosas bien hechas-, una poesía alejada de las poses y de las tribunas y de toda retórica. Por eso no jugaba a hacerse el figurón ni ejercía de poeta. Más o menos hacia la mitad de su vida vivió una etapa de autodestrucción que le hizo ver que aquello de ser un aprendiz de poeta maldito no llevaba a ninguna parte. Desde entonces prefirió refugiarse en su calle y en su barrio, que estaban en la antigua judería de Sevilla, donde lo tenía casi todo a mano y apenas necesitaba moverse. Y desde entonces quiso dedicarse a su mujer, Lola, y a sus amigos, y decidió desentenderse de todas las tonterías de esta época tan aficionada a la impostura y a la charlatanería, y para eso -como decía con sorna- le bastaba con desconectar su audífono.

No creo que haya un solo poeta andaluz menor de cincuenta años que no haya aprendido algo de Fernando Ortiz. Una vez se lo comenté, y entonces volvió a levantar las cejas y a sonreír como el niño que arrancaba tomates a escondidas, y me preguntó: "¿No será del otro Fernando Ortiz?". Y es que había otro Fernando Ortiz, un musicólogo cubano que había escrito tratados sobre la música popular caribeña y con el que a veces le confundían. Y claro, él prefería creer que ese involuntario magisterio lo había ejercido el "otro" Fernando Ortiz, el cubano, el musicólogo, el que no tenía nada que ver con él. Pero eso, por supuesto, no era la verdad, porque es innegable que todos habíamos aprendido de sus poemas de Vieja amiga (1984) o de Marzo (1986), o de sus últimas colecciones reunidas en Moneditas (1996) o en Postdata (1999). Fernando Ortiz decía que su poesía -como toda poesía verdadera- sólo trataba del paso del tiempo, pero él supo hacer de esa monotonía temática -la infancia, las calles de Sevilla, la luz del verano, o su reverso en el trueno del alcohol y del miedo en la alta noche- una poesía que parecía decirlo todo aparentando no decir casi nada.

A Fernando Ortiz se le podía ver a menudo caminando por Sevilla, con su mascota y su sonrisa y sus pasos mesurados, y cuando te lo cruzabas siempre tenías asegurada una conversación inacabable que podía pasar en un salto vertiginoso de T.S. Eliot a los independentistas catalanes, o de los lejanos veranos en Valencina de la Concepción -donde su familia materna tenía una finca- a una apreciación hilarante sobre cierto político local al que había tenido que tratar por algún asunto. Uno de los pequeños grandes libros que publicó se llamaba Manual del veraneante perpetuo. Y desde luego, si hay una persona que pueda haber patentado el secreto del arte de vivir como un veraneante, ésa persona era Fernando Ortiz. Que no sólo fue el mejor poeta sordo de su calle y el mejor poeta lírico de su barrio, sino uno de los más grandes poetas que hemos tenido entre nosotros.

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