Los 30 años del TNT | La crónica
TNT, un lugar para la resistencia
My favorite things. Conversaciones con John Coltrane. Michel Delorne (ed.). Trad. Isabel Núñez. Alpha Decay. Barcelona, 2012. 108 págs. 9 euros
Si estamos de acuerdo en que la música es un lenguaje superior, nadie discutirá su obligación ineludible de sostenerse por sí misma; "de qué sirve si no", solía recordar John Coltrane, su educada manera de no prestarse a comentar la suya con los periodistas, cosa que raras veces hizo. Tímido, reflexivo e impenetrable, también obsesivo y salvajemente compulsivo, auténtico genio del jazz y -por encima de fronteras en el fondo siempre trazadas con pulso torpe y aprensivo- uno de los músicos más expresivos y magnéticos del siglo XX, Coltrane hablaba con cautela hasta de su propia pasión. Era en la música donde se abandonaba a la desmesura, en los últimos años de su corta vida se diría que entregado, como un espeleólogo con fiebre religiosa, a un descenso -que no caída- hacia lo que él llamó "una música de sustratos universales", sonidos y formas que no admitieran más taxonomía que la de los sentimientos en su pura densidad.
"Sucumbió a la más fascinante tentación que pueda ofrecerse a un artista, sea cual sea su modo de expresión: la inmersión total en el fondo de sí mismo, la exploración metódica, obstinada, sin esperanza -puesto que no tiene fin- de sus recursos y posibilidades", escribió en Les Cahiers du Jazz el crítico Jean Clouzet, en la introducción de una conversación con el saxofonista publicada en 1963 y en la que participó también Michel Delorne. Es uno de los cuatro textos -tres entrevistas y una carta de Coltrane a Don DeMichael, entonces director de la revista Down Beat- que recogen estas Conversaciones editadas porAlpha Decay.
Los escritos comprenden un periodo significativo (1962-1965), porque para entonces Trane era no sólo un mito viviente por sus grabaciones como líder y por sus colaboraciones con Miles Davis -incluida la piedra de toque que fue Kind of Blue-, Thelonious Monk, Dizzy Gillespie o Sonny Rollins; era ya también uno de esos exploradores a la fuerza solitarios que descubren en los senderos conocidos puntos de fuga hasta su llegada ocultos, en su caso mediante la experimentación con la atonalidad y el juego libérrimo con las armonías o por la vía del free-jazz. "Así toco yo: parto de un punto y llego lo más lejos posible. Por desgracia, nunca me pierdo en el camino", confiesa en un pasaje a propósito de sus extensas y revolucionarias improvisaciones, que aniquilaron cualquier sentido previo de la estructura para suscitar una suerte de abolición hipnótica y violenta de la noción del tiempo; un estilo en el que Delorne encontraba "una lucidez en todos los instantes que es precisamente lo contrario del delirio".
Porque de eso era acusado, a veces muy severamente, por no pocos aficionados. A Love Supreme, su estremecedora suite-mantra de indagación espiritual, es desde hace mucho una de esas obras inexcusables, pero en su momento fue abucheada con frecuencia en los conciertos. Coltrane era muy consciente de cuándo su música se volvía desafiante -"a veces llego a un momento crucial y lo retraso para que todo el mundo pueda comprenderme antes de que haya cambiado"-, pero no se sentía empujado a hacer concesiones. En parte por su concepción de la música como aventura íntima -y por lo tanto intransferible- antes que como diálogo con el exterior, una actitud que en sus raptos más radicales -Ascension, por ejemplo- alcanzó cotas de hermetismo que siguen intimidando; y que impactó incluso a los críticos más resabiados y eruditos: Clouzet habló de "una confianza en sí y una ambición que producen vértigo, una disciplina que roza el ascetismo".
Definitivamente, el músico tenía una "convicción bestial", como él mismo reconocía; creía. Pero el hombre dudaba. Son los momentos más hermosos y conmovedores del libro. Vivió "atenazado" por el desfase existente a su juicio entre lo que lograba y aquello de lo que se sentía capaz. Pronto se sintió casi pequeño al lado de Archie Shepp, Pharoah Sanders o Albert Ayler, más volcánicos, capaces de un mayor despliegue físico. Mingus, Ornette Coleman y su siempre predilecto Eric Dolphy le hicieron creer que él llegaba "con retraso". Y justo ahí, en su modestia, en sus vacilaciones, en la extremada conciencia de sus propios límites, encontramos el temblor humano que constituye y justifica a todos los héroes. Al encuentro de éste, para disfrutarlo de verdad -recomendó Clouzet- hay que ir "solos, desnudos, sin costumbres, sin prejuicios, sin recuerdos".
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