La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Más allá de la voz de la Laura Gallego
Geórgicas. Virgilio. Trad. Francisco Socas. La Piedra Lunar. Sevilla, 2014. 192 páginas. 15 euros.
Al menos desde Hesíodo, el venerable autor de Los trabajos y los días, la Antigüedad nos ha legado un buen puñado de obras en las que se trata de la labor de los agricultores o los ganaderos, del ciclo natural de las estaciones o de las costumbres del mundo rural en el que florecieron huertos, haciendas y heredades, a menudo desde una perspectiva condicionada por la sensación -recurrente para quienes en todo tiempo han añorado una supuesta edad de oro- de que aquel se encontraba en decadencia. En esta tradición se inscriben las Geórgicas de Virgilio, que a juicio de muchos comentaristas es la obra más acabada del poeta de Mantua y ha sido leída durante más de dos milenios -fue compuesta entre la cuarta y la tercera década del siglo previo al inicio de la Era- como una de la cumbres de la literatura latina, menos por su valor práctico que por la serena perfección de unos versos donde se dan cita, en palabras del responsable de la nueva versión castellana, "la ceremonia y el juego, el sentimentalismo y una encantadora llaneza". El joven Virgilio había cultivado la poesía pastoril en las Bucólicas y se mediría con la épica en la Eneida, pero fue en las Geórgicas -que al contrario que esta última pudo dar por terminada- donde encontró el tema más afín a su gusto, su voz más genuina.
Para trasvasar de nuevo al castellano los sonoros hexámetros del original, La Piedra Lunar ha recurrido al mismo traductor, Francisco Socas, que firmó la versión de la Historia verdadera de Luciano con la que la editorial inició su andadura, aprovechando la ocasión para rendir un merecido homenaje a la figura del propio Socas en la emotiva semblanza personal que traza su colega -y sin embargo buen amigo- el latinista Juan Fernández Valverde, compañero de departamento durante casi tres décadas de docencia compartida en la Facultad de Filología de la Hispalense. En la introducción, enjundiosa como suya, el traductor resume perfectamente el contexto histórico y literario en el que surge el poema, su bien ordenado contenido, el lugar central que ocupa en la obra de Virgilio y las razones por las que ha sido celebrado y merece seguir siendo leído, tantos siglos después de que su propósito ideológico -pero no sus altas cualidades estéticas- dejara de concernir a los lectores para convertirse en objeto de estudio de los críticos o los historiadores de la literatura.
Parece que fue el mismo Octavio, pronto Augusto -de cuyo círculo, capitaneado por Mecenas, formaban parte Virgilio o su amigo Horacio, que sin ser estrictamente cortesanos ejercían tareas de propaganda "indirecta"- quien sugirió al mantuano el tema de su poema, encaminado a celebrar a un tiempo las excelencias del solar itálico y las intenciones restauradoras del futuro emperador, que defendía un rearme moral basado en el retorno a las antiguas virtudes de la vida en el campo. Pero esta orientación política queda sometida desde el principio a un designio que es sobre todo poético y remite, más que a Hesíodo, de quien Virgilio se proclama heredero, al más cercano Lucrecio, el gran autor de Sobre la naturaleza -también traducido por Socas para Gredos- a quien debemos la transmisión de la filosofía epicúrea. Del mismo modo, es indudable que Virgilio bebió de las obras de los tratadistas, pero no es la ciencia ni su carácter didáctico lo que ha preservado unos versos -"delicados y animosos, pulcros y persuasivos"- que rehúyen por igual la enojosa prolijidad de los eruditos y el amanerado culteranismo de sus contemporáneos los neotéricos, destacan sobre todo por su contención y se caracterizan, en definitiva, por el "gusto de decir en palabras claras y perdurables el trabajo, la cosa más humilde y vulgar".
La tierra y las cosechas, los árboles, el ganado y la apicultura son los asuntos respectivos de las cuatro partes de las Geórgicas, que siguen, como señala Socas, un movimiento ascendente y culminan en la historia de Aristeo, el pastor de Arcadia que descubrió -el relato se cruza con el mito de Orfeo y Eurídice- el modo de recuperar los enjambres perdidos. Como sugiere su título griego, adoptado por el antequerano Muñoz Rojas para titular uno de los más hermosos prosarios de la lengua española, la obra de Virgilio trata con infinito amor de las cosas del campo, es verdad que contadas desde el punto de vista del urbanita renuente, seducido por una forma de vida que en el fondo le es ajena y plegado a los intereses, también económicos, de su ilustre patrocinador. Ninguno de estos peros empaña su verdad imperecedera.
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