Visto y Oído
Francisco Andrés Gallardo
Emperatriz
Piero della Francesca | Crítica
Piero della Francesca. Roberto Longhi. Trad. José Ramón Monreal. Prólogo, Artur Ramon. Elba. Barcelona, 2022. 186 págs. 21 €
En el excelente prólogo de Artur Ramon se recuerda que Roberto Longhi ha sido escasamente traducido al español, con la excepción de su Breve pero auténtica historia de la pintura italiana, cuya versión correspondió a Zósimo González, quien ya había traducido a otro maestro italiano, y de no menor complejidad literaria, Rosario Assunto, en la misma colección de la Balsa de la Medusa. Ahora es la pericia de José Ramón Monreal quien nos ofrece esa breve y determinante obra de Longhi, publicada en 1927, pero que solo ahora llega hasta nosotros, en su difícil y exacta claridad. Recordemos, en cualquier caso, la importancia de Longhi, no tanto por el torturado elogio de Kenneth Clark, sino por la elegante cortesía de André Chastel, quien le dedicará El gran taller de Italia de modo expresivo: “A Roberto Longhi, duca, signore e maestro nel campo della pintura italiana”.
Aun así, la importancia de esta obra no es solo de naturaleza formal. Si Loghi emplea un modo infrecuente de abordar la crítica de arte, lo hace siguiendo una doble vía, en apariencia contradictoria. Por un lado, usando de la atención a la estructura, a los condicionantes formales, como ya había hecho Wölfflin doce años antes (entre nosotros, Diego Angulo Íñiguez será uno de sus destacados usufructuarios); y por otra parte, el atribucionismo que toma de Berenson y ambos, como sabemos, del crítico y político italiano Giovanni Morelli. Recordemos al lector que fue Morelli, bajo el pseudónimo de Ivan Lermolieff, quien introdujo una nueva forma de verificación de obras de arte, basándose en los rasgos involuntarios del autor. De dicho método extraerá Freud -del obrar inconsciente del artista y su huella inadvertida en la obra- su proceso psicoanalítico. Así lo confiesa, en 1914, en el capítulo II de El Moisés de Miguel Ángel: “Mucho antes de saber de la existencia del psicoanálisis supe que un crítico de arte ruso, Iván Lermolieff (…), había provocado una revolución en los museos de Europa, al revisar la atribución de muchos cuadros...”. Es así como ambos procederes, el formalista y el psicológico, usados por Longhi, se unirán con naturalidad bajo el rubro del individualismo.
Un individualismo prospectivo, indagatorio, en el caso de las atribuciones morellianas, y un fuerte subjetivismo formal, heredado de las vanguardias, cuyo repudio de la Antigüedad contaría con breves excepciones como Picasso y Chirico. Aún así, este eco del mundo antiguo se ofrece desmembrado tectónicamente, como el propio cubismo, y es ahí donde el redescubrimiento de Piero della Francesca, obrado por Longhi, ofrece su fructífero y útil magisterio. No es casualidad, por tanto, que en esta prospección individual tenga tanta importancia una escritura fuertemente subjetivizada, pero de calidad excepcional, como la de Longhi. En el mismo sentido podríamos mencionar a Lionello Venturi, a Benedetto Croce, al referido Assunto, junto a este Longhi que ofrece, con precisión de colores, formas y materiales, la nueva ambición plástica, la horma luminosa, cúbica, táctil, en la que Della Francesca extiende una nueva consideración del mundo, hija de la luz y de la geometría.
Es en esta emocionada rigorización del orbe donde Longhi pone su talento, al traducir una retórica literaria a un nuevo idioma de superficies y masas que ofrece una idea más exacta de la pintura de aquella hora. Y para ser más precisos: del concepto y las utilidades que la vanguardia halló en la corpulenta pintura del Renacimiento, y que irá desde las siluetas de Puvis de Chavannes al emplaste y la materialidad de Cézanne. Esta nueva utilidad de la prosa aplicada al arte la encontraremos, entre los españoles, en D'Ors, en Ortega, en Sánchez Cantón, en Angulo Íñiguez, en Pérez Sánchez, en Gaya Nuño, en Calvo Serraller, en Azúa, en Argullol y en tantos otros. Por otro lado, aquella doble exploración subjetiva de Longhi iba a encontrar en breve otros apoyos, acaso otros enemigos, en la validación y prospección artística. Me refiero a las técnicas de rayos X que, comenzado el XX, abrirán nueva vía a este infinito inclinarse sobre el arte para hallar su secreto, su palabra última, su inabordable oscuridad, cálida y cifrada.
Es la necesidad de autentificar obras de reciente adquisición, llegadas de la vieja Europa, la que pondrá al Nuevo Mundo a la vanguardia de las técnicas, digamos forenses (los rayos X, principalmente), de las que Archer Huntinton, en la Hispanic Society, sería uno de sus valedores, y cuyo eco más destacado en España sería el mecenazgo del duque de Alba. Quiere decirse, entonces, que en las primeras décadas del XX se establecerá una polémica entre los connoiseurs, entre los refinados peritajes del tipo Berenson y Longhi, y la misteriosa mecánica de las ondas, que proporcionarían imágenes no menos misteriosas de las obras maestras. El resultado, sin embargo, será un paradójico empate, en el que, apoyados en las nuevas herramientas tecnológicas, el crítico y el historiador emplearán de un modo más profundo sus saberes. El lector atento ya conoce un aspecto muy notorio de esta cuestión, de grave y perspicaz humorismo: la inolvidable película de Orson Welles, Fake (1973), donde el arte y su parodia, el arte y sus límites, se dan oscuramente la mano.
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