El coloso y la bruma
Javier Reverte recrea la vida en la China posmoderna, urgente, voraz y abrumadora de hoy, entregada al olvido en nombre del sueño capitalista.
UN VERANO CHINO. VIAJE A UN PAÍS SIN PASADO. Javier Reverte. Plaza & Janés. Barcelona, 2015. 256 páginas. 20,90 euros.
Dice Settis, en El futuro de lo clásico, que en el Oriente no existe la idea de la ruina asociada al pasado. Cuando el chino quiere representarse el paso del tiempo recurre, no al vestigio humano, no a la piedra antigua y lacerada, sino a una imagen de la naturaleza sumida en el abandono. Esta misma indiferencia hacia el obrar del hombre la constatará Naipaul cuando viaje por primera vez a la India. Allí, las numerosas ruinas parecen emerger de una antigüedad remota, indiscernible, a la que nadie sabía ponerle nombre. En Un verano chino, de Javier Reverte, la huella de otras épocas vendrá devorada, no sólo por este desinterés asiático hacia la arqueología, tan exótico a la erudición occidental, sino por una fuerza mucho más pujante y abrasiva que el propio discurrir del tiempo: la voracidad del gran capital, unida a la estructura hercúlea y paleomorfa del comunismo chino.
A este último agente destructivo se refiere, en mayor modo, el subtítulo del libro: Viaje a un país sin pasado. No al matiz historiográfico que señalaba Settis, sino a una descomunal remoción de cuanto perduraba de otros siglos, y cuya finalidad última parece ser la construcción ilimitada de viviendas, así como el dominio de una naturaleza adversa. Las consecuencias de tal empresa las conocerá el lector desde el inicio del libro: ciudades infinitas y una polución asfixiante, cuya presencia, cuya realidad física, aún no es concebible en Europa. Si hemos titulado estas líneas como "El coloso y la bruma" se debe, precisamente, a esa imbricación, descrita por Reverte, entre las edge-cities, entre las "ciudades en marcha" que postulaba Toynbee, y la cenefa tóxica que las envuelve. No en vano, el colosalismo de cuanto se describe aquí recuerda, en gran medida, a la admiración sobrecogida de Chaves Nogales cuando visitó la URSS, a finales de los años 20, y donde la labor titánica del nuevo régimen no ocultaba, a ojos del periodista, el extraordinario gasto en vidas de aquel sueño prometeico. En este sentido -en el sentido del periodista que ve, que anota y que discierne-, debe decirse que Javier Reverte atesora las mejores cualidades del reporter, y prescinde voluntariamente del vago intelectualismo, del estremecimiento exótico -los Goncourt, Gómez Carrillo, el maravilloso Lafcadio Hearn de Los fantasmas de China-, al que acudió la literatura de entresiglos. Reverte es, pues, un escritor de viajes que sólo quiere ser un viajero: no un historiador, no un antropólogo, no un esteta. Y en consecuencia, sus libros gozan de una inmediatez, de una ligereza -de un humor-, que si bien no prescinden del dato histórico, que si bien no obvian la realidad política y social, tampoco ahogan su escritura con una erudición perjudicial y redundante.
Quiere decirse que el lector de Un verano chino encontrará las referencias oportunas a la insurrección de los bóxer, a la ocupación colonial, a las guerras del opio, al imperio Qing, a Chiang Kai-shek, a Mao Tsé Tung y a cuantos sucesos abultan la historia última de China. También a la invasión japonesa y a las pavorosas matanzas, sólo ahora conocidas en profundidad, que se produjeron en Nangkin entre finales de 1937 y primeros de 1938. Sin embargo, dichas referencias no entorpecen, no ocultan, no desvían su relato. Y el relato que se desprende de estas páginas es el de una China posmoderna, urgente, abrumadora, cuyo sueño capitalista viene coronado por el olvido o la reelaboración del ayer (la reinvención de Shangri-La, ideada por el Gobierno chino para disfrute del turismo occidental, es más propia de Umberto Eco que del tardocapitalismo asiático), así como por una tupida niebla cancerígena. Una China, por otra parte, en la que Reverte se aventura, siguiendo el cauce del río Yangtsé, hasta que desagua abruptamente en el Pacífico, y de la que extraerá imágenes de una hermosa desolación y de una belleza agreste, inhumana, en trance de desaparición.
Dice Li Bai, poeta chino del siglo VIII (el viejo Li Po que conocimos por las traducciones francesas de hace ya un siglo), en su Placer de marino: "El viajero de los mares cabalga el viento celeste que lleva su esquife hacia los países lejanos, sin dejar más huellas que un pájaro en las nubes". Acaso este verano chino de Javier Reverte tenga esa levedad, esa tenue iridiscencia, que ponderó el poeta.
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