Colores y emociones en las cuerdas

REAL ORQUESTA SINFÓNICA DE SEVILLA | CRÍTICA

La ROSS en el Maestranza en una imagen de archivo / Marina Casanova

La ficha

**** Programa: Concierto de Brandemburgo nº 3 en Sol mayor BWV 1048, de J. S. Bach; Concierto para violín y orquesta nº 3 en Sol mayor KV 216, de W. A. Mozart; Sinfonía de cámara en Do menor op. 110 (arreglo de R. Barshai), de D. Shostakóvich. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Violín solista y directora: Alexa Farré Brandkamp. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Miércoles, 2 de octubre. Aforo: Algo más de tres cuartos.

La división de la Sinfónica a causa de su actuación inmediata en la Bienal de Flamenco nos ha posibilitado disfrutar de dos cuestiones esenciales: las dotes como solista de la habitual concertino de la orquesta y el espléndido nivel de las secciones de cuerda de la misma. Y, además, en un programa nada sencillo en lo estético y estilístico que iba de Bach a Shostakóvich pasando por Mozart. Tres paradigmas diferentes, tres niveles a veces diametralmente opuestos en materia de articulación y definición del sonido que exigían un importante nivel de concentración.

El tercero de los conciertos de Brandemburgo, con su peculiar disposición de tres violines, tres violas, tres chelos y continuo (aquí asumido en parte por un inaudible clave) fue abordado con atención a cuestiones historicistas tales como el bajo nivel de vibrato, articulación picada-ligada y atención a los acentos rítmicos. Los tempos elegidos fueron ágiles y vivos, especialmente en el tercer tiempo. El denso encaje de voces, con sus preguntas y respuestas rápidasfue milimétricamente abrochado por el conjunto en un notable ejercicio de precisión. Solamente hubiera faltado alguna variación en las repeticiones.

Alguna densidad extra se apreció en el empaste de la obra de Mozart: arcos más largos, mayor presión, pero sin exagerar, vibrato con algo más de presencia. Con todo ello, el sonido orquestal resultó delicado y transparente, rico en acentos en los movimientos extremos y de una suavidad bucólica en el segundo gracias a las sordinas. Farré aprovechó la ocasión para enseñarnos lo buena violinista que es con una versión muy depurada del concierto mozartiano, sonido brillante pero matizado y una agilidad digna de la mejor nota, como se apreció en las (por otra parte fuera de estilo) cadencias, ricas en arpegiados y dobles cuerdas. Su fraseó se revistió de sedosas galas y de matices satinados en el Adagio, llevado sin morosidad pero declamado con atención a cada núcleo melódico y sus acentos fundamentales. El único borrón fue el arranque algo precipitado y descoordinado de la orquesta en el Rondeau, pronto encauzado hacia perfiles saltarines muy bien sincronizados.

Y de ahí a la oscuridad llena de gradaciones cromáticas de la obra de Shostakóvich, todo un catálogo de emociones desde la ironía (ese vals sardónico) a la profunda tristeza del Largo final, pasando por la desesperación violenta del Allegro molto. Aquí las cuerdas lo dieron todo al máximo nivel, con un empaste soberbio y una capacidad magistral para dosificar el color y el sonido, pasando de la aspereza de los golpes de arco a la sutilidad de unos acuciantes pianissimi.

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