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Antes de que Dorothy llegara a Oz: la historia de Bruja Mala
Colaboracionistas | Crítica
Colaboracionistas. David Alegre Lorenz. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2022. 584 páginas. 28 euros
Antes y después del momento de máxima expansión de la dominación nazi, o sea en vísperas de la derrota de Rommel en África y de la posterior y aún más determinante rendición de Stalingrado, hubo en las naciones europeas ocupadas o sometidas decenas de miles de simpatizantes del hitlerismo que trabajaron en favor de la causa alemana. Sin la complicidad de esa parte de la población, minoritaria pero relevante, no se entiende la escasez de medios propios con la que los plenipotenciarios de Berlín administraron, explotaron y reprimieron a los países conquistados o tutelaron las decisiones de los adscritos a su égida, durante el tiempo que de acuerdo con la planificación de sus artífices debía sentar las bases del Nuevo Orden. La arquitectura institucional emanada de una victoria que se daba por cierta, sujeta a la implacable jerarquía del Reich, estaba concebida para perdurar por espacio de siglos y por fortuna duró sólo unos años, en los que los aliados del nazismo ocuparon un menguante primer plano. A esa constelación filoparda, donde confluyeron los militantes fascistas y otros provenientes de distintas fuerzas reaccionarias, le ha dedicado David Alegre Lorenz una valiosa monografía que se centra en la Europa occidental, sumando a los casos de Bélgica, Francia y la España no beligerante –ya tratados en la tesis doctoral con la que el joven historiador aragonés ganó el premio Miguel Artola– los de los Países Bajos, Noruega y Dinamarca.
Empieza Alegre Lorenz por abordar los convulsos años treinta, marcados por el impacto de la Gran Depresión, el auge de los fascismos, la llegada de los primeros refugiados y el preludio general de la Guerra Civil española, calificada como "encrucijada de la contrarrevolución" –en su anterior entrega, revisitaba la batalla de Teruel en clave de "guerra total"– y decisiva en el rumbo inmediato de la política europea, indisociable de un conflicto bélico de proporciones colosales. Los éxitos de la guerra relámpago en la primera fase de la contienda se tradujeron en la adquisición o el control de vastísimas extensiones de territorio, en las que los ocupantes encontraron a rendidos partidarios de sus "políticas imperiales y de germanización", notorios filonazis como Pierre Laval y Joseph Darmand en Francia o el líder rexista Léon Degrelle, tan admirado por el propio Hitler, en la región de Valonia. El autor se detiene en esos y otros casos señalados, como el de Christian Schalburg en Dinamarca, pero su mirada panorámica adopta un enfoque comparatista y va más allá de la historia política y militar para prestar atención a las motivaciones, los perfiles, el "universo mental", las experiencias cotidianas y los conflictos internos, sólidamente sustentada en la información que aportan los archivos y las memorias del periodo. Entre los dos polos que representarían la colaboración renuente y entendida como mal menor, en aras de salvaguardar una mínima porción de soberanía, y el entusiasmo de quienes apoyaban a los nazis por convicción ideológica, osciló una variada constelación de partidos y personajes entre los que también encontraron su sitio medradores y oportunistas.
Todos ellos se enfrentaron a la paradoja –tanto más acusada cuando las condiciones iniciales de la ocupación, relativamente benignas, crecieron en exigencia y dieron paso a una represión sistemática– derivada del hecho de que los miembros de partidos ultranacionalistas apoyaran el sometimiento a una potencia foránea y defendieran la esquilmación de sus recursos, incluidos los humanos, en el cada vez más desesperado esfuerzo de guerra. Despreciados por los alemanes, que se sirvieron de ellos sin ocultar que los consideraban subalternos, pero deseosos de ganarse el favor de sus patronos, muchos adeptos al nazismo se curtieron en el durísimo Frente Oriental, como parte de los contingentes de voluntarios encuadrados en las unidades extranjeras de la Wehrmacht y las Waffen SS que en ocasiones permanecieron fieles –o fatalmente unidos al destino de los demonios con los que habían pactado– hasta el mismo hundimiento. Convertidos en traidores, se enfrentaron a los resistentes y fueron purgados tras la Liberación, aunque no pocos lograron ocultar su pasado y tampoco interesó, en el nuevo contexto de la incipiente Guerra Fría, que trascendiera la magnitud del apoyo local a unas políticas criminales que fueron mucho más allá de la devastación que supone cualquier guerra.
La "supuesta anomalía" del caso español, dice Alegre Lorenz, no lo es tanto en el contexto de una época en la que la ocupación alemana de los países mencionados –quedan fuera de su estudio los centroeuropeos, los balcánicos y los territorios arrebatados a la Unión Soviética– conllevó el desencadenamiento de "verdaderas guerras civiles", aunque la resistencia no afloró del todo hasta que los reveses en los distintos frentes permitieron pensar en la derrota del nazismo. Por pura coherencia con quienes fueron sus aliados, el régimen franquista se situaba en la esfera de influencia de Italia y Alemania y aspiraba a beneficiarse del Nuevo Orden. No en vano la "cruzada contra el bolchevismo" que habían invocado sus propagandistas encajaba como un guante entre los argumentos destinados a justificar la Operación Barbarroja, a la que se sumaron con fervor los divisionarios de la Falange. Lo anómalo sería la persistencia de una dictadura que siguió alardeando de haber vencido al comunismo, "enemigo existencial de la civilización europea", pero encubrió los fuertes lazos que la habían vinculado a Italia y Alemania e incluso acogió a fugitivos como Laval y Degrell. Al primero lo entregaron y fue ejecutado. El segundo vivió protegido por las autoridades hasta su muerte en los noventa.
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