Cirugía y barbarie
Capitán Swing publica El reconstructor de caras, obra de la historiadora norteamericana Lindsey Fitzharris donde se documenta a los impulsores de la cirugía de guerra que permitió la reconstrucción del rostro desfigurado de los combatientes
La ficha
El reconstructor de caras. Lindsey Fitzharris. Trad. Virginia Maza. Capitán Swing. Madrid, 2024.272 págs. 24 €
A pesar del entusiasmo con el que Marinetti recibe las innovaciones técnicas del siglo, la trepidación tecnológica del XX traerá, entre otros asuntos, una extraordinaria capacidad para fabricar la muerte de modo masivo, eficiente, impersonal, limpiamente inhumano. Entonces, en 1909, Marinetti aún encontrará una belleza audaz, brillante, curvilnea, en las siluetas de los deportivos (“...un automóvil que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia”); los taxis que traían del Marne a los heridos, la fabulosa cantidad de carne triturada que se adocenará en el fango de Verdun, ya no remiten a una belleza nueva. O en todo caso, no a una belleza favorable al hombre. La efectividad de las ametralladoras, el alcance del cañón Gran Berta, el uso del lanzallamas, el combate con gas, una balística más sofisticada y destructiva son, en primer término, un logro técnico. Un logro técnico que adquirirá mayor envergadura en la II Guerra Mundial; pero que ha presentado su credencial insólita en la Gran Guerra. También en lo que concierne a la cirugía y a su capacidad de restaurar combatientes que vuelven del frente severamente lacerados. Esta innovación médica, urgida por la barbarie bélica, es la que se narra diligentemente en El reconstructor de caras, de la escritora estadounidense Lindsey Fitzharris.
Fitzharris documenta los avances de la cirugía de campaña a través del médico neozelandés Harold Gillies
Como es costumbre en la literatura histórica anglosajona, hay un fuerte apoyo anecdótico y un uso de lo narrativo que resultará familiar al lector curioso de estos asuntos. No en vano, Fitzharris documenta los avances de la cirugía de campaña a través de una pequeña porción de personajes, entre los que destaca el médico neozelandés Harold Gillies, quien será uno de los cirujanos más relevantes en esta disciplina entre los aliados de la Entente. En tal sentido, la ejecutoria profesional de Gillies, así en la guerra como posteriormente, irá acompañada del relato de casos particulares donde su pericia médica se vio saludada por el éxito o desautorizada por el infortunio. Este recurso anecdótico de la autora, sin embargo, no embaraza su discurso histórico, sino que le sirve para ilustrar otros aspectos concomitantes a la Gran Guerra, como fue -ya lo hemos mencionado al comienzo de estas líneas- la mecanización y masificación fabril de la muerte, que tuvo su ápice destructivo en la guerra de trincheras. A ello deben sumarse hechos ya suficientemente conocidos, como el extraordinario cambio, en distintos órdenes, que supuso el acceso de la mujer a la enfermería de campaña, a partir del cual la púdica romantización de los cuerpos juveniles, hija del rigor victoriano o, más sencillamente, de las meras costumbres del entresiglo, se vería trastocada por la visión de cuerpos enloquecedoramente maltratados por la guerra. Este acceso dramático a la corporalidad, y sus implicaciones últimas en la sociedad, es una de las cuestiones que Vera Brittain recogía en su Testamento de juventud.
Hay otros fenómenos, menos conocidos, que Fitzharris destaca oportunamente, como es el rechazo social a la fealdad de los heridos en el frente. La visión de un hombre sin rostro es la que impele, en cierto modo, a cirujanos y dentistas a reconstruir los rasgos de estos pacientes mutilados severamente. Pero también a la exitosa fabricación de máscaras y apósitos que oculten o disimulen una devastación, con frecuencia inaceptable para el perjudicado. Este rechazo de la sociedad venía, pues, a sumarse a un rechazo previo: aquel que los heridos sentirán hacia sí mismos, al momento de descubrir la devastación sufrida. Cuando Freud, en 1915, escriba su Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, lo hará teniendo en cuenta esta forma mecánica y masiva de matar, junto a las repercusiones psíquicas que de ello se derivarían. En buena medida, la cirugía urgente arbitrada por Gillies y otros cirujanos es la reindividuación traumática de alguien reducido a herida, a una fisiología doliente e indiferenciada. A este respecto, Fiztharris no dejará de recordar que dicha pericia médica, ciertamente admirable, tuvo su origen en aquello mismo que pretende paliar o revertir: la brutalidad de la guerra.
El hombre como insecto
Es el Kafka de En la colonia penitenciaria el que mejor recoge la nueva forma de brutalidad que la Gran Guerra ha estatuido. Una forma de brutalidad y una alucinada forma de concebirla, de la que tenemos abundante testimonio. A los mencionados Marinetti, Brittain y Freud, podríamos añadir a combatientes y testigos de ambos bandos: Graves, Jünger, Lewis, Valloton, Apollinaire, Breton, Franz Marc, etcétera. También algún visitante de excepción, como lo fue Valle-Inclán, invitado al frente de trincheras por el Gobierno francés. Corpus Barga da noticia de aquel viaje de don Ramón a la carnicería del norte. Don Ramón, por su parte, la recogerá, en giro vanguardista, mediante un acopio de visiones en claroscuro, tomadas desde el aire, en La media noche. Visión estelar de un momento de guerra. El enorme talento de Valle se mostrará aquí, no solo en la pintura rauda y parpadeante de una guerra que se revela a fogonazos, sino en la distancia que acaso le pertenezca: las hileras de hombres, menudeando por las trincheras, reducidos al tamaño -convertidos a la irrelevancia- de un hormiguero. De Homero a Valle, no es solo el aeroplano, su mirada cenital, lo que se interpone entre ambos.
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