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Francisco Correal
El filósofo de Cerro Muriano
Un cierto Tánger | Crítica
Un cierto Tánger. Fernando Castillo. Confluencias. Almería, 2019. 240 páginas. 12 euros
La bibliografía sobre Tánger contiene títulos muy valiosos para los interesados en acercarse a la historia de la antigua ciudad internacional, especialmente agitada a lo largo del siglo XX, o su importante reflejo en la literatura, concerniente para los españoles por la cercanía y el pasado compartido. Narradores y viajeros han transmitido con plasticidad no exenta de atracción los claroscuros de la que Paul Morand llamó la ciudad más europea de África y más africana de Europa, cuya acreditada libertad de costumbres fue durante mucho tiempo un imán para aventureros y heterodoxos. Debida a un autor, Fernando Castillo, que conoce bien la ciudad real y la que recrearon los libros, Un cierto Tánger es la obra de un excelente lector que bebiendo de esa bibliografía y de sus impresiones sobre el terreno ha escrito un ensayo de grata y amenísima lectura, donde evoca una época ya lejana que en su mayor parte se corresponde con los años –desde la instauración del protectorado hasta las primeras décadas de la independencia de Marruecos– en los que la plaza fue un hervidero donde cohabitaban espías, traficantes, prófugos, expatriados y libertinos de todas las nacionalidades.
Estructurada en capítulos dispuestos "a modo de teselas de un mosaico", la aproximación miscelánea de Castillo no pretende ofrecer un recuento concienzudo, sino subjetivo y ajustado a su conocido interés por las coyunturas equívocas y los personajes turbios, de algún modo trasladando –como ya hizo cuando abordó el Madrid asediado– su retrato de la época de la ocupación alemana de París a un Tánger que aparece dibujado con trazos modianescos. No faltan el relato de los orígenes o la semblanza del infortunado rey don Sebastián, pero el grueso de la evocación se detiene en las intrigas asociadas al condominio, los enfrentamientos larvados durante nuestra Guerra Civil y episodios tan poco conocidos como la ocupación por las tropas españolas durante la Segunda Guerra Mundial, tras la que proliferaron los tipos de trayectoria oscura –entre ellos la falsa condesa Marga D'Andurain o el hampón Jo Attia, antiguos 'collabos' reconvertidos, siempre envueltos en negocios sucios– y los célebres integrantes de una bohemia internacional que difundió la leyenda del refugio dorado.
Para rastrear la huella de Tánger en la literatura, Castillo se apoya en trabajos de referencia como los de José Luis González Hidalgo y Rocío Rojas-Marcos, elogiando también el estupendo libro de viajes de Eduardo Jordá, y acierta cuando celebra la gran novela de Ángel Vázquez, La vida perra de Juanita Narboni, un relato prodigioso que conserva incluso en el plano verbal la memoria de la vieja ciudad y de su importante comunidad judía, por encima de la famosa del neoyorquino Paul Bowles, Déjala que caiga, que como los testimonios de Capote, Burroughs y otros atrajo a muchos peregrinos en busca de exotismo, anonimato y un clima de tolerancia en el que nada impedía el disfrute de los placeres prohibidos. Ciertamente, el paraíso de la Generación Beat no reflejaba las condiciones de vida de los naturales de la ciudad, y por eso escritores como Mohamed Chukri o Juan Goytisolo arremetieron no sin razones contra una instrumentalización que ignoraba o incluso despreciaba a la población autóctona.
Castillo menciona muchos otros libros, como el olvidado Hotel Tánger de Tomás Salvador, pero describe también los escenarios escasamente monumentales de la ciudad y lugares ya míticos como el Teatro Cervantes o la librería Des Colonnes, relacionados en listas que dan fe de una diversidad de procedencias donde se cifraba acaso la mayor riqueza de la comunidad tangerina. Recuerda la aventura del diario España y se acoge a las obras en la que Pierre Le-Tan, amigo e ilustrador de Modiano, ha sugerido la irrealidad de los supervivientes. En el llamado barrio español, Bujachjach, los testimonios de un modesto art déco conviven con los edificios racionalistas o incluso las construcciones de vanguardia, emblemas de una avejentada modernidad que se contemplan hoy como los restos de un mundo desaparecido.
Ya en su anterior entrega, el Atlas personal (Renacimiento) donde reunió sus ensayos y artículos de viajes, incluía Fernando Castillo un texto –titulado Lisboa, Tánger, Trieste y otras ciudades literarias, con origen en la exposición del mismo título– donde proponía un estimulante recorrido por "ciudades que además de un largo e intenso pasado histórico, tienen un contenido literario, una capacidad de inspirar el relato, la reflexión o la poesía". A las citadas se añadían otras como Argel, Estambul o Shanghái, en un itinerario que empezaba en el Atlántico para concluir en el Mar de la China y tenía como denominador común las paradas en ciudades marítimas, abiertas e internacionales, con presencia de múltiples lenguas y culturas que dotan a su atmósfera de un aire inequívocamente cosmopolita. La fascinación de Castillo por los periodos "difíciles y dramáticos" se ponía de manifiesto en las páginas dedicadas a Lisboa, Tánger o Argel, que fueron como "santuarios para una Europa en llamas" aunque su vida cotidiana –como la de otros escenarios de la extraña retaguardia, tan frecuentados por el ensayista– también se vio alterada por los movimientos derivados de la guerra. Es probable que esas páginas hayan sido el embrión del que ha nacido su monografía sobre la antigua Tingis romana, que reaparecía al final del mencionado Atlas en el artículo que cierra la colección, Geografía esencial, un casi poema enumerativo, entre enciclopédico, lírico y aforístico, donde Castillo acompañaba una evocadora relación de ciudades, islas, territorios o incluso lugares legendarios de definiciones de intenso sabor culturalista. Tánger era allí "misteriosa, folletinesca, corrupta, con hoteles y cafés oscuros donde siempre hay una novela por escribir...", más que una ciudad un universo o un universo que abarca el contorno de una ciudad. "Tierra de nadie y tierra de todos", según la precisa acuñación de Ángel Vázquez, o "pulso del mundo" a decir de Burroughs. Un "reino canalla", en sintagma aplicado a Argel, que designa un histórico enclave junto al Estrecho pero es también –sin merma de su pujante realidad poscolonial, amenazada ahora por el integrismo– una fabulosa mitología.
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