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El cadáver en la alfombra

Ciencias ocultas | Crítica

Mike Wilson propone un asombroso juego con los lectores en ‘Ciencias ocultas’, que edita Firmamento

El autor argentino nacido en Estados Unidos Mike Wilson (Saint Louis, 1974). / D. S.
Luis Manuel Ruiz

06 de marzo 2022 - 06:13

La ficha

Ciencias ocultas. Mike Wilson. Firmamento, 2021. 132 páginas. 16 euros

En los años 50 del pasado siglo, Frances Glessner Lee montaba macabras casas de muñecas para los alumnos de la Facultad de Medicina Legal de Harvard. Se trataba, exactamente hablando, de dioramas del tamaño de cajas de zapatos: habitaciones de hotel, cocinas, alcobas y recibidores donde había tenido lugar un asesinato, en el centro de las cuales un cadáver sangraba entre un reguero estratégico de pistas que los estudiantes debían ir siguiendo para desembocar en la solución. A la hora de elaborar sus minuciosos enigmas de juguetero, Glessner Lee se inspiraba en un escenario clásico de la narrativa de detectives: el cuarto cerrado en que ha irrumpido el crimen y las pistas, diseminadas por los rincones, que han de contribuir a esclarecerlo.

El punto de partida de Mike Wilson en Ciencias ocultas es el mismo que el de la famosa forense americana y de tantos y tantos escritores de serie negra: hay un cuerpo en el centro de una habitación, alrededor del cual se observan cuatro sospechosos, un costurero chino, una anciana con pestañas falsas, una joven andrógina y un perro. Pero cualquier similitud con la novela habitual de misterio (aunque los haya a destajo) concluye en estas premisas iniciales. Wilson juega con las expectativas del lector colocándolo desde la salida en unas coordenadas que conoce de sobra, en las que se siente cómodo, desde las que ya es capaz de predecir cada paso de los que se sucederán en las páginas venideras. El juego consiste precisamente en el destrozo: porque de lo que se encargarán esas páginas es de ir eliminando, por agotamiento, cada una de las perspectivas de desenlace posibles, de las bifurcaciones que se abren al azar y que el relato (por llamarlo de algún modo) termina cerrando en cuestión de pocas líneas.

Portada del libro. / D. S.

No hay aquí relato en sentido estricto. La justicia de la comparación con los dioramas de Glessner Lee proviene de que la novela consiste en una larga, larguísima descripción: la de hasta el último pormenor (muebles, decoración, empapelado, alfombras, lámparas, enseres) de que consta la sala del crimen y donde podría ocultarse la solución del mismo. Y en esto Wilson vuelve a burlar nuestras anticipaciones: no hay solución posible, no estamos en un universo de soluciones, no hay reglas racionales que nos tranquilicen aportando una salida airosa. En este sentido, el espejo situado a un lado de la chimenea, roto en varios triángulos que eluden una forma, donde las figuras de los protagonistas se quiebran, alteran, descomponen y vuelven a unirse, sirve de metáfora del conjunto. Las referencias al cosmos (al caos) lovecraftiano, que abunda en tentáculos, dimensiones inauditas, oscuridades, cosas que no pueden morir porque ya están muertas, inciden oblicuamente sobre la intención real de la fábula: despejar la posibilidad de explicación en un orbe extraño, abierto a miríadas de interpretaciones atendibles, donde cada detalle sugiere la existencia de un vacío apenas entrevisto. Una excelente muestra de weird de un autor argentino-estadounidense que nos preocuparemos de seguir en el futuro.

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