Los cielos de Goethe
Nórdica reúne en una hermosa edición ilustrada por Fernando Vicente un "diario de nubes" del escritor alemán y su olvidado y pintoresco 'Tratado de Meteorología'.
El juego de las nubes. J. W. Goethe. Ilustraciones del autor y de Fernando Vicente. Trad. Isabel Hernández. Nórdica. Madrid, 2011. 128 páginas. 16,50 euros.
Hasta cierto punto, la trayectoria estética e intelectual de Goethe sigue un camino inverso a las evoluciones de la larga época que le tocó vivir, ello a pesar de haber encarnado como ningún otro escritor lo que sus contemporáneos llamaban el genio de Alemania. Puede que sintamos más simpatía hacia el joven Goethe, henchido por la tempestad y el ímpetu del primer Romanticismo, que hacia el autor encumbrado que en su madurez redescubrió el mármol de la Antigüedad y se volvió, él también, un poco de mármol, pero incluso en su faceta de ilustrado atraído por cualquier forma de conocimiento encontramos al poeta apasionado al que nada en el hombre o la naturaleza le era ajeno. Es sabido que Goethe sintió con fuerza la llamada de la ciencia y el deseo de labrarse una reputación indiscutida en este terreno, y también que sólo lo consiguió en parte o no lo consiguió apenas, por más que los estudiosos destaquen algunas de sus intuiciones -descubrió por ejemplo el hueso intermaxilar de los vertebrados y especuló sobre la metamorfosis de las plantas a partir de una única forma primigenia, hallazgos aprovechados por la posterior teoría de la evolución- y la originalidad de su planteamiento en disciplinas como la óptica, la botánica, la química o la geología.
Entre sus vastos intereses, fruto de una curiosidad omnímoda e inagotable, también se encontraba la meteorología, que por entonces daba sus primeros pasos. El juego de las nubes (1825) es un título menor en la formidable trayectoria de Goethe, pero esta edición de Nórdica, que le suma un pintoresco Tratado de Meteorología, lo ha convertido en un libro muy hermoso que conserva el sabor de la época en que fue compuesto y merece una lectura de las que llaman hedónicas, menos vinculada a su envejecido propósito científico que a la mera ensoñación lírica, acaso recogiendo el genuino espíritu de un autor para el que la ciencia y la poesía no eran en absoluto ámbitos enfrentados. Los escritos se acompañan de una serie de dibujos del propio Goethe y otra de ilustraciones realizadas para la ocasión por Fernando Vicente, que se acoge a una iconografía de inequívoco aire romántico -levitas, chisteras y diligencias, paseantes solitarios y parejas de enamorados, cielos luminosos o crepusculares o envueltos en tinieblas- para ilustrar con calidez unos textos donde no se registra presencia humana y en los que el propio observador, como corresponde a un trabajo de campo, se esconde detrás de lo observado.
En el epílogo de la traductora, Isabel Hernández apunta que fue la lectura de On the Modification of Clouds (1803) de Luke Howard, el llamado "padrino de las nubes", la que estimuló el interés de Goethe por los fenómenos atmosféricos. Al farmacéutico británico se debe la nomenclatura tradicional -empleada por Goethe en sus observaciones y usada todavía hoy, como aprendemos desde niños en la escuela- que clasifica las nubes conforme a su morfología, estratos, cúmulos, cirros y nimbos. También nos enteramos de que en Weimar, el pequeño Estado al que Goethe convirtió en un centro de cultura de proyección europea, existía un organismo denominado "servicio de nubes", coordinado por el escritor y dotado de una amplia red de observatorios. Pues bien, entre 1820 y 1825 el propio Goethe llevó a cabo una serie de apuntes, en sus cuadernos de viaje, donde dejaba constancia de sus observaciones con una intención meramente científica o informativa, pero que sorprenden por la limpidez de su prosa y su enorme poder de sugerencia.
"Todo siguió igual hasta el amanecer. El cielo entero estaba cubierto de nubes aisladas, que se rozaban unas a otras, y de las cuales una parte se disolvía en la capa superior de la atmósfera, mientras la otra bajaba tan hirsuta y cenicienta que a cada momento esperábamos verla bajar en forma de lluvia". Es curioso cómo una breve colección de anotaciones descriptivas puede producir un efecto tan evocador. Quizá sea porque remiten a fenómenos muchas veces observados por cualquier lector, o porque las sabemos precisamente de Goethe, o porque reflejan días y noches irrepetibles -todas las notas están fechadas- que sin embargo se han repetido y se repetirán, con las mismas o parecidas trazas, hasta el final de los tiempos. "Noche muy cálida, muy tranquila. Adorable noche de luna". La estructura del opúsculo, dividido en cuatro secciones que se abren con sendos poemas dedicados a los cuatro tipos de nubes y están tituladas, no sabemos si por el autor o por el editor, con sencillas referencias a los momentos de la jornada -la mañana, el mediodía, la tarde y la noche- parece asimismo concebida para transmitir una sensación de intemporalidad y perfecto equilibrio.
"Lo verdadero, lo idéntico a los dioses, no se puede reconocer jamás directamente, sólo lo vemos en su reflejo, en su modelo, en su símbolo...". Las palabras iniciales del Tratado dejan claro que la mirada científica de Goethe se inserta en un programa mayor que trasciende el orden empírico, aunque parta de él, de acuerdo con el principio, aquí formulado, de "atenernos a lo más cierto para llegar cuanto antes poco a poco a lo incierto". El observador recurre a su inexacta pero cautivadora teoría general sobre "la respiración y espiración de la tierra", por la que en cierto modo podría ser considerado un precursor de la controvertida tesis de Pangea. Es un texto más oscuro y ya en su momento desfasado, pero de cuya lectura se desprende la misma devoción hacia el objeto de estudio. Las nubes, las maravillosas nubes...
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