El chirrido del trauma

La casa del recuerdo y del olvido | Crítica

‘La casa del recuerdo y del olvido’, del serbio de origen judío Filip David, nos hace descubrir tardíamente un título mayor de la literatura del Holocausto

Nueva York: la medida de lo humano

El serbio Filip David (Kragujevac, 1940). / Fraktura
Javier González-Cotta

07 de julio 2024 - 06:31

La ficha

La casa del recuerdo y del olvido. Filip David. Traducción y prólogo de Patricia Pizarroso. Automática. 208 páginas. 19 euros

El nombre del escritor serbio Filip David (Kragujevac, 1940) habría que añadirlo sin duda alguna al friso de los grandes autores judíos vinculados a la Shoah (de Primo Levi a Imre Kertész, Boris Pahor, Jean Améry, Hanna Harendt, Giorgio Bassani o Simone Weil). El candelabro hebreo de los siete brazos dio luz también a escritores judíos de la ex Yugoslavia, como Danilo Kis o David Albahari. Es también el caso del hasta ahora inédito en español Filip David, hijo de madre sefardí y de padre askenazí oriundo de Leópolis (Ucrania) y emparentado, curiosamente, con Houdini, el célebre escapista.

La casa del recuerdo y del olvido es una obra coral, un patchwork por entre lo oscuro que horada obsesivamente en la génesis del mal partiendo del exterminio judío en Belgrado durante la Segunda Guerra Mundial. El libro une las atribuladas voces de cuatro personajes marcados por la maldad humana. Del pasado recae la culpa y un largo insomnio de vergüenza y reconcomio por haber sobrevivido a la barbarie. Albert Weiss, Solomon Levi, Uriel Cohen y Misa Wolf son almas perseguidas por ese pasado atroz. Los cuatro actúan cual presencias reales, aunque el trauma los ha convertido en espectros.

El lector tiene a veces la sensación de que tres de ellos son como heterónimos del primero, Albert Weiss, el protagonista principal, atormentado de por vida por no haber podido salvar la vida de su hermano menor, Ellijah, tras escapar ambos del tren que conducía a sus padres a los campos de exterminio. En el relato la fantasmagoría adquiere la cualidad, en apariencia disímil, de la recordación y del olvido (de ahí el título de la novela, que el lector descubrirá en un pasaje que transcurre en la noche insomne de Nueva York). El traqueteo del tren es una constante sonora y siniestra, que deriva en ese silbo en forma de tinitus que padece Albert. Más que por culpa de sus oídos, el tinitus de Weiss tiene que ver más con un silbo mental, que lo retrotrae, una y otra vez, a la misma pesadilla: el tren de ganado que traquetea sobre las vías con espantosa monodia.

Filip David es un buen conocedor del misticismo y la Cábala judía. En varios pasajes aparecen referencias cabalísticas. Se alude a la figura de Shabtai Zevi, cabalista del siglo XVII, quien se erigió en el esperado Mesías de los judíos. Amenazado de muerte por el sultán Mehmed IV, fingió su conversión al islam y, finalmente, fue recluido en una prisión en Galípoli, junto a los Dardanelos. Su legado será difundido por Natán de Gaza, discípulo y consejero. Una corriente de la Cábala revela que en lo ingénito de la maldad anida una forma de redención. Fray Iván de Sarajevo advertía que el mal es horriblemente poderoso, pero también es autodestructivo. El gran cabalista Isaac Luria, al que tanto ha leído Uriel Cohen, hablaba de la santidad del pecado: “Al vencer a la forma más pura del mal el mundo se renueva, se vuelve a levantar y ordenar, y así cada individuo consigue corregirse y mejorarse”.

El libro une las atribuladas voces de cuatro personajes marcados por la maldad

En La casa del recuerdo y el olvido la pregunta esencial no gira en torno a qué es el mal, sino por qué se hace el mal. Igual que por vía de la Cábala, la introspección sobre el mal lleva también a considerar la física cuántica. Si Heiss buscaba “la partícula de Dios”, habría que intentar hallar la partícula última donde se refracta el mal. Sufridores del Holocausto, los personajes de Filip David ahondan en el estigma de la condición judía. Se preguntan e interpelan acerca del odio que incuban por sí mismos por el hecho de ser judíos, asunto ya estudiado, entre otros, por Hermann Broch, Isaiah Berlin o Sander Gilman en El autoodio judío (antisemitismo y discurso oculto de los judíos). La de Filip David es sin duda alguna una de las novelas esenciales sobre el Holocausto.

Belgrado ‘judenfrei’

La horrible huella de la Shoah en Serbia y, en concreto, en Belgrado resultó devastadora bajo la ocupación de los nazis y el gobierno colaboracionista de Milan Nedic en la otrora Yugoslavia. Los personajes de la novela relatan su peripecia en la capital, bombardeada con saña por la Luftwaffe en 1941 (17.000 muertos) y después, en 1944, por la aviación aliada, meses antes de la liberación por parte de los partisanos de Tito. Belgrado se convirtió, literalmente, en una ciudad judenfrei (“libre de judíos”). Parte de la población judía fue llevada a las cámaras de gas de Europa oriental. Otros miles perecieron en Topovske Supe, el campo levantado a las afueras de Belgrado. La novela Goetz y Meyer del citado David Albahari recrea el gaseamiento de judíos en el interior de camiones que solían recorrer la ciudad. Como se relata en la novela (y quien esto escribe da cuenta de ello), junto al río Sava, las instalaciones de la vieja Feria de Muestras de Sajmiste fueron usadas también como campo y terrible moridero. Hoy, a orillas del Sava, un monumento evoca el lugar de la ignominia en la margen del río que lleva tras una larga andada a los bloques brutalistas de Nuevo Belgrado (Miguel Roán retrata lo que queda del lugar en su estupendo Belgrado brut). El posterior Nobel yugoslavo Ivo Andric, casi bajo arresto domiciliario, escribirá en la capital serbia alguna de sus más célebres novelas bajo la ocupación nazi (entre ellas Un puente sobre el Drina). Curiosamente a diario, a las 21:57 de la noche, fue desde Radio Belgrado donde se popularizó la canción Lili Marleen de Lale Andersen a partir de un poema de 1915 adaptado por el compositor Norbert Schultze.

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