El ministro de propaganda | Crítica
Retrato del siniestro maestro de la propaganda
Vida secreta. Javier Rodríguez Marcos. Tusquets. Barcelona, 2015. 80 páginas. 12 euros.
"No salgan a la mar, sería un consejo: / la vida es una zona catastrófica", advertía Javier Rodríguez Marcos en Frágil, un libro en el que el autor, que ya había revelado una voz singular con Naufragios y Mientras arden, reclamaba un lugar entre los mejores poetas de su generación, a través de una obra cuya elegante sobriedad no estaba reñida con la inventiva, con la metáfora, y que hurgaba con inteligencia en la incertidumbre y la amenaza de la existencia. Rodríguez Marcos retrataba a un hombre vulnerable y a la deriva, y, aunque sus versos sabían alejarse del realismo más obvio, el conjunto plasmaba hábilmente la soledad y la incomunicación de un tiempo. "Soy un cosmopolita. Repite antes de irse. Me siento desgraciado en todas partes", decía en uno de los textos más memorables de aquel libro, Viajero.
Más de una década después de aquel poemario -Frágil vio la luz en 2002-, Rodríguez Marcos regresa al género con un libro, Vida secreta, en el que el lector se reencuentra con un escritor que, pese al largo plazo transcurrido, mantiene el pulso de antaño y retorna a las mismas inquietudes que caracterizaban su universo. Vuelve el observador despojado de sentimentalismos, pero también compasivo, a dirigir su mirada a las miserias humanas, al anverso de derrota y dolor que esconde cada historia: "La vida / es justo lo contrario. / Todo parece fácil, / sano, aséptico, en orden. / Cada giro desvela / toda la podredumbre, / caos sin cura, orden falso, la ruina que late / detrás de cada muro", señala el autor en La casa de la herida.
Rodríguez Marcos registra la debacle, no obstante, desde un tono manso y resignado, como si la madurez pasara, tal vez, por enfrentarse al desencanto sin incurrir en aspavientos. "El mundo está bien hecho. Hay esperanza / y no es para nosotros", sentencia en el poema Solo en casa, un fragmento en el que el ruido de la televisión y los anuncios se intercalan casi como interferencias en el pensamiento del protagonista. "Se hizo mayor. / Vale decir, consciente de estar solo", comienza Ciudad. La soledad y la incomunicación están presentes de nuevo en el viaje que propone el escritor extremeño -"quizá los que han nacido / solos no puedan ya / dejar de estarlo nunca, vivir de otra manera", expone en el poema El número dos-, pero en ese desamparo de las grandes ciudades irrumpen tímidos destellos, iluminaciones modestas. Un movimiento al otro lado de la ventana, en el aislamiento de una habitación de hotel, es quizá una señal de que no todo está muerto. "La esperanza es de pronto / (luz al final del túnel) / un hombre en un gimnasio".
Porque Rodríguez Marcos sigue atento a los escenarios urbanos sabiendo que en esa realidad también aguarda alguna manifestación de la poesía. Se lo dice al propio Garcilaso en los versos que le dedica en Locus amoenus. "...Y un río, una central / nuclear gris, la vía / abandonada. Motos / sin ruedas, calaveras / de coches, frigoríficos / destripados, / lavadoras roídas / por el óxido. / También eso es paisaje". Ilustrativa, en este sentido, resulta otra de las preguntas que se hace en Es así, la belleza, cuando defiende que la hermosura "se decide por poca diferencia. (...) ¿Quién no ha visto / la luna despistada, / sobre los edificios, / sobre la niebla tóxica, / rompiendo el cielo sucio / un lunes a las diez / de la mañana?".
Aunque en Vida secreta se aprecian muchos de los rasgos de la anterior poesía de Rodríguez Marcos, también es cierto que la edad ha dado al poeta una mayor perspicacia: la de quienes disciernen que no hay certezas adquiridas con el tiempo. "Ya lo sé, la memoria / no es un lugar seguro. / Está llena de trampas, / consuelos, desconsuelos, / atajos, emboscadas, / pistas falsas, canciones lacrimógenas (...)", enumera antes de concluir "Ya lo sé, es lo que somos: / nostalgia y cirugía". El hombre, en la mitad de la década de los 40 años, asume ya su ignorancia -"¿crees que puedes distinguir / un charco del océano? ¿el cielo del infierno?"- y en un momento de crisis como éste, donde tan fácil sería posicionarse y arrojar piedras a los culpables, se teme que quizá también es cómplice. "Si ni siquiera sé de qué bando estoy. / De los que dan la mano, / de los que cortan la mano. / De los que compran, / de los que se venden".
De nuevo con un estilo despojado pero certero -a Rodríguez Marcos le preocupan el lenguaje y sus efectos: "las palabras heridas", dice, "son las más peligrosas"-, el autor deja que entre una emoción contenida en las piezas en las que invoca a sus padres y su hermano, al amigo muerto, sus hijos o la amada: "No necesito más: / Saber que tú respiras, / que el mundo cabe entre estos cinco dedos, / que, entero y tembloroso, / yo quepo entre los tuyos".
"Yo quisiera creer. No sé si puedo", confiesa en Conversación, un poema que le inspiró una charla con Juan Antonio González Iglesias, en el que se define como "un ser desconfiado, un pobre hombre, / un santo sin piedad, / un perro triste, / un loco triste- / mente / razonable". Pero al final de este poemario desesperanzado y maduro se produce uno de esos raros, contradictorios milagros que propicia la buena literatura: en la contemplación de la herida el lector siente haber sanado, tiene la impresión de haber recobrado la fe. Rodríguez Marcos, que abre su libro con una reveladora cita de Robert Browning ("Nos interesa el límite peligroso de las cosas. El ladrón honrado, el asesino sensible, el ateo supersticioso"), sabe que los descreídos, los materialistas, también pueden oficiar una liturgia.
También te puede interesar
El ministro de propaganda | Crítica
Retrato del siniestro maestro de la propaganda
Artes escénicas
La danza andaluza entrega sus premios el día 17
Mi hermano Ali | Estreno exclusivo
Un hogar gracias al cine
Lo último