Fernán Gómez o el cine español
Centenario
Se cumplen cien años del nacimiento de Fernando Fernán Gómez, grande de la interpretación, la dirección y la escritura, figura esencial que atraviesa e impulsa la cultura española del siglo XX desde el franquismo hasta los albores del nuevo milenio.
Con permiso del exiliado y errante Buñuel y del también centenario Berlanga, nos atreveríamos a decir que Fernando Fernán Gómez, nacido tal día como hoy hace cien años, es la figura más importante y completa de la historia del cine español, “el artista más vigorosamente nacional de España”, en palabras de John Hopewell: actor, director y guionista, autor total cuya presencia atraviesa décadas y periodos, desde el franquismo autárquico a la internacionalización de nuestra cinematografía a finales del siglo XX con títulos como Belle Époque, El abuelo o La lengua de las mariposas, sin perder el más mínimo ritmo de actividad, profesionalidad y peso específico en una cinematografía que, como él mismo satirizara tantas veces, no brillaba precisamente por su calidad, su fuerza industrial o su popularidad entre el público local.
Pero no sólo eso, Fernán Gómez ha sido y es también una figura nodal de la cultura española del XX en su conjunto, “un gigante de la cultura en un país enano”, como lo define Luis Alegre: autor teatral, escritor y memorista, intelectual (a su pesar) de referencia para su propia generación y generaciones postreras, figura pública premiada y reconocida (Príncipe de Asturias, Académico de la Lengua, Premio Nacional de Cinematografía, Medalla de Oro de la Academia, múltiples Goya, Oso de Plata en Berlín) que supo envejecer con elegancia y dignidad para encontrar en cada nueva década, a cada nuevo impulso social, político y cultural del país, el lugar justo desde el que observar, siempre con su mirada culta, lúcida y ácrata, y contar, con esa voz paulatinamente grave y cavernosa repleta de sabiduría y autoridad, el devenir de una España que él conocía o percibía mejor que nadie.
Llega ahora el tiempo de los reconocimientos y los homenajes, de los ciclos (TCM, RTVE Play), las retrospectivas (Filmoteca Española), los estudios (El universo de FFG) y las reediciones literarias (El vendedor de naranjas), y todos contaremos más o menos lo mismo, incluida la triste anécdota televisiva por la que lo conocen algunos jóvenes que jamás vieron sus mejores películas (La vida por delante, El mundo sigue, El extraño viaje, ¡Bruja, más que bruja!, El viaje a ninguna parte, El mar y el tiempo), sus obras de teatro (Las bicicletas son para el verano) y sus series de televisión (El Pícaro) o leyeron sus memorias (El tiempo amarillo), piezas esenciales para conocer la esencia tragicómica y superviviente de un país que, incluso en sus peores momentos, fue capaz de gestar obras maestras del humor sainetesco, negro y esperpéntico, estilizadas deformaciones de la realidad, audaces artefactos narrativos con una insólita mezcolanza de tradición y modernidad de la que Fernán-Gómez fue uno de sus principales y más singulares artífices en ese páramo de creatividad vigilada que fue España entre los cuarenta y los setenta.
Nacido circunstancialmente en Lima durante la gira de su madre, la actriz Carola Fernán Gómez, Fernando se cría sin padre conocido (a su muerte se desveló el secreto: era Fernando Díaz de Mendoza, actor e hijo de María Guerrero) a los cuidados de su abuela tras un fugaz paso por Buenos Aires. Ávido lector, conocedor del mundo de la escena y aficionado al cine desde la infancia, demasiado espigado, pelirrojo y feucho para ser ‘galán joven’, Fernán Gómez se interesa pronto por la interpretación como camino para vencer la timidez, ganarse el pan (su gran temor hasta el final), conquistar a las mujeres hermosas (de las que nunca pudo ser amigo) y salir de esa mediocridad apolillada que ya detectaba en el ambiente.
Durante la Guerra Civil estudia en la Escuela de Teatro de la CNT (cuya bandera cubriría su féretro a su muerte en 2007) y entra a formar parte de la compañía del Teatro de la Comedia, donde participa en numerosas obras del popular Jardiel Poncela. Fue precisamente en una de esas funciones donde Pardo Delgrás lo descubre para incorporarlo al que sería su debut en el cine, Cristina Guzmán (1943), primer jalón de una trayectoria de aprendizaje en papeles secundarios o títulos de perfil bajo (entre ellos los memorables Embrujo, de Serrano de Osma, y Vida en sombras, de Llobet-Gracia, donde conoce a su primera esposa, María Dolores Pradera) que culminaría en Balarrasa (1951), película que lo sitúa ya en primera línea estelar del cine español.
Si el grupo de los telúricos y sus inquietudes de vanguardia habían despertado ya su interés por la dirección, será su encuentro con Bardem y Berlanga en Esa pareja feliz (1951) el que determine también su entronque con la tradición neorrealista y social (también presente en la censurada El inquilino) que iba a marcar poco después sus primeros pasos como director, especialmente con El malvado Carabel (1955), La vida por delante (1958) y La vida alrededor (1959), donde se trascendía el costumbrismo a través de ciertas estrategias que, en palabras de Castro de Paz, hacen de su cine “un territorio rugoso y abrupto, poblado de asperezas textuales y rupturas de relato, de heridas y reflexividades”. Unos pasos siempre alternados con la interpretación como modo de ganarse la vida, y con esa urgente necesidad de cultivar la amistad a diestra y siniestra en los cafés y los clubes nocturnos madrileños como escapatoria etílica y golfa a un ambiente civil sometido al orden y la disciplina.
En los sesenta llegarían ya sus dos grandes películas como cineasta, El mundo sigue (1963) y El extraño viaje (1964), la primera descarnada, urbana y sin concesiones; la segunda un auténtico ovni en el que se citan el tremendismo rural y Hitchcock, ambas paradójicamente ninguneadas por la industria, apenas vistas y condenadas a convertirse con el tiempo en auténticos filmes de culto, hoy en las listas de los 10 mejores de nuestro cine.
La apertura de la Transición llevó a Fernán Gómez a conectar con una nueva generación de cineastas que vieron en él al perfecto cuerpo de enlace hacia el futuro: Saura (Ana y los lobos, Mamá cumple cien años), Erice (El espíritu de la colmena), Esterich (El anacoreta), Gutiérrez Aragón (Feroz, Maravillas), Olea (Pim, pam, pum… fuego), Armiñán (Stico), Franco (Los restos del naufragio), más adelante Trueba, Cuerda, Uribe (El rey pasmado), García Sánchez (La corte del faraón), Almodóvar (Todo sobre mi madre), Hernández (En la ciudad sin límites) o Ferreira (Para que no me olvides). También a sus insólitas probaturas a la dirección con la mezcla de géneros, como en la singular e irrepetible zarzuela grotesca ¡Bruja más que bruja! (1977), o a la emocionante rememoración del pasado entre la nostalgia y el desencanto de Viaje a ninguna parte (1986), esa obra maestra, primera ganadora de los recién inaugurados Premios Goya, donde la autobiografía se camufla y dispersa entre los personajes, los diálogos y las situaciones, homenaje a los cómicos de la legua de la mísera España de posguerra, declaración de amor al oficio del actor y sutil mecanismo sobre las proyecciones deformantes de la memoria y sus licencias poéticas.
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