La catedral de arena

A la manera impresionista, Marcel Proust capturó en su 'À la recherche...' no tanto el ayer como su recuerdo: el tono y las calidades de un tiempo ido.

Una de las obras de la extensa serie dedicada a la catedral de Ruán, pintada por Claude Monet entre 1892 y 1894, y en la que reflejó la fachada de la famosa catedral gótica bajo distintas condiciones de luz y clima.
Una de las obras de la extensa serie dedicada a la catedral de Ruán, pintada por Claude Monet entre 1892 y 1894, y en la que reflejó la fachada de la famosa catedral gótica bajo distintas condiciones de luz y clima.
Manuel Gregorio González

14 de agosto 2016 - 05:00

Cuál fue la ambición, el significado, la intención última de esa vasta catedral de arena que es En busca del tiempo perdido. Cómo cabe leer una obra cuya corpulencia viene desautorizada por una suerte de ingravidez, donde el pasado tiembla y se desliza, sin que sepamos apreciar nítidamente sus contornos. Cómo debe conceptuarse este memorialismo de Proust, en el que la memoria no remite a unos hechos, sino al modo mismo en que el recuerdo actúa, a la manera en que el pasado regresa, tiránico y deforme, a nuestra consciencia. Cuando Proust da comienzo a la escritura de À la recherche..., La interpretación de los sueños de Sigmund Freud lleva ya nueve años ejerciendo su incómodo y vertiginoso magisterio. Con lo cual, sería relativamente fácil vincular las enseñanzas de herr Sigmund, y su mecanismo de la libre asociación, con la magdalena proustiana. Sin embargo, actuando así, cometeríamos una doble injusticia; la injusticia de reducir la obra de Proust a una variante lírica de la psicología, y la de desplazar la clínica de Freud hacia una consideración estética.

Aun así, es posible señalar una similitud de fondo. Una similitud que podríamos llamar instrumental, y que remite al ámbito de la crítica. Es sabido que Freud extrae su método psicoanalítico de aquél que utilizó Giovanni Morelli para la validación de cuadros. Según Morelli, en la pintura se advierten automatismos y peculiaridades inconscientes de cada autor, que nos permiten autentificar una obra, incluso ante las falsificaciones más prominentes. Este método indiciario, aplicado a la psicología, es el que permitirá a Freud articular su ciencia del sueño. Y es este mismo proceder el que auspicia, el que distingue a la literatura de Proust, cuando se abisma en sus recuerdos gracias a la inesperada sugestión de un olor, de un sabor, de una música, cuya misteriosa relación con el ayer, y la naturaleza misma de su vínculo, se desconocen. En Proust, este indicio arbitrario es el que abre la sima del pasado. Un pasado al que Proust pretende acceder -y accede- mediante un uso sistemático de esa arbitrariedad inicial, considerada ya como una técnica de apropiación y análisis. Con todo, no es de Freud, ni de un astuto y brillantísimo Morelli, de quienes Proust extrae su fórmula reconstructiva. El maestro absoluto de Marcel Proust, un maestro vital y estético, cuya sombra es posible discernir, meridianamente, a lo largo de toda su obra, no es otro que John Ruskin. Y no sólo porque Proust fuera el traductor y prologuista de La Biblia de Amiens y Sésamo y las lilas; sino porque la mirada de Proust al contemplar Venecia, al enjuiciar un relieve, al sopesar la calidad de un tímpano o el minúsculo detalle de una ojiva, es la mirada profunda y acuciosa del esteta británico.

El singular empeño de John Ruskin (un empeño que salvó a Venecia de una restauración invasiva a lo Viollet-le-Duc), no fue sólo el de promover un honroso envejecimiento de las piedras, evitando que un exceso de afeites ultrajaran su verdadera naturaleza. Fue también el de permitir que esas piedras, aun viva su antigua y robusta oscuridad, hablaran al corazón del hombre moderno. Se trataba, en consecuencia, de aquello que d'Ors definirá más tarde como un ir "desde la anécdota a la categoría", y que en el caso de Ruskin era remontarse desde un modesto capitel, desde la tosca obra de un cantero, al espíritu de la época que lo hizo posible. Esa misma tarea, sólo que aplicada ayer, a su intrincada configuración, a su nebuloso recuerdo, es la que Proust acometerá en su En busca del tiempo perdido, no sin antes conocer que donde la empresa cultural de Ruskin pudo triunfar, su empeño memorístico podría abocarle al fracaso.

¿Consiguió Proust inmergirse en el caudal del tiempo; consiguió recuperarlo, de algún modo, Le temps retrouvé, a través de su fantasmal labor de cantería? Uno tiende a pensar que la obra de Proust es émula de aquella serie de Monet dedicada a la catedral de Ruán, donde la vieja piedra medieval se desdibuja y se evapora a nuestros ojos con las diversas luces del día (recordemos aquí que Ruskin fue el gran promotor de Turner en sus Modern Painters). Lo que Proust consigue en su titánica labor de recuperación no es tanto el ayer como su recuerdo; no es tanto un aroma, una luz, la dulzura y la intimidad de los cuerpos, como su imagen filtrada por los resortes de la memoria. Digamos que Proust obtuvo, a la manera impresionista, el tono y las calidades de un tiempo ido. De ello se dedujo, necesariamente, que aquel tiempo y quienes lo protagonizaron habitaran una doble fantasmagoría: a la densa veladura de los años, se añadía la ínsula del inconsciente, su ridícula capacidad inventiva.

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