La catarsis por Bill Viola
Arte
El Guggenheim Bilbao revisa hasta el 9 de noviembre cuatro décadas de la producción del pionero estadounidense del videoarte
La obra reflexiona sobre el sentido de la vida, el tiempo y lo trascendente
Bilbao/La vida de Bill Viola nació con el vídeo y su trayectoria artística ha ido en paralelo a los avances tecnológicos. Ahora, casi medio siglo después del inicio de su experimentación con el videoarte a principios de los años 70, está considerado como uno de los creadores más influyentes del mundo. Y como un constructor de bellezas y de reflexiones que cuestionan lo efímero para indagar en la condición humana y en el tiempo que la sostiene. Sus obras han seducido a los espectadores de todo el planeta desde sus primeras colaboraciones con su maestro Nam June Paik o el compositor John Cage. En 2014 la Catedral de Londres estrenó su políptico dedicado a los Mártires, un hito donde vincula lo sagrado con el fuego y el agua, dos elementos omnipresentes en el recorrido por su carrera que el Guggenheim Bilbao ofrece ahora y hasta el 9 de noviembre con el patrocinio de Iberdrola.
Bill Viola (Nueva York, 1951), según recuerda la comisaria de la muestra, Lucía Aguirre, se interesó siempre por el misticismo, la poesía y la filosofía, tanto de Oriente como de Occidente. En su obra ha abordado temas como el nacimiento y la muerte, o los procesos de cambio, renacimiento y transfiguración. Lo novedoso fue usar sus vídeos de lentos movimientos para plantear esas cuestiones citando la pintura rupestre o los frescos del Renacimiento, entre otras tradiciones de gran impacto en su trabajo.
Viola comenzó con el videoarte a raíz de su participación en el programa de Estudios Experimentales de la Universidad de Siracusa (Nueva York), dirigido por su profesor, Jack Nelson. Allí conoció al comisario de videoarte David Ross y trabajó con iconos del media art como Peter Campus y el citado Nam June Paik en el Everson Museum.
De esas primeras experiencias con el vídeo Bilbao reúne las tempranas cintas monocanal Cuatro canciones (Four songs, 1976) y El estanque reflejante (1977-1979), donde genera una gran tensión entre el movimiento detenido y el movimiento continuo, lo que le permite abordar la noción del tiempo y su deconstrucción.
El contraste de esos trabajos pioneros con la pieza central de la muestra, Avanzando cada día, cinco gigantescas proyecciones murales que comparten sala, máxima calidad cinematográfica y centenares de figurantes, es abismal. Y nos enfrenta al divino papel que asume Viola en el arte actual. Por un lado, no hay razones para dudar de la coherencia de sus postulados, de la fidelidad de su mirada a los temas y asuntos que la activan poéticamente. Por otro lado, la cada vez más costosa producción de sus obras recientes las vuelve accesibles sólo para los grandes museos, algo contradictorio con quien defendió en origen la interacción del individuo con el entorno por frágil o precario que éste fuera.
Pero hay algo que nadie puede negar: la fascinación, el sobrecogimiento, que provocan en todo espectador estos vídeos, independientemente de si uno es chino, católico, musulmán, caucásico o ateo.
Pongamos por caso la serie Los soñadores (The Dreamers), una de sus últimas producciones, datada en 2013. Como si estuviéramos ante la Ofelia del cuadro de John Everett Millais que atesora la Tate Gallery de Londres, nos enfrentamos a siete pantallas verticales, cada una de las cuales muestra a una persona sumergida en el lecho de un río con los ojos cerrados y en aparente paz. Nunca sabemos si sueñan, si duermen o levitan, si su reposo es dulce o se trata de un estadio entre la vida y la muerte.
El agua ha sido una fértil imagen para Viola desde que a los seis años estuviera a punto de morir ahogado. "El vídeo y la cámara de algún modo le permiten esa inmersión, ese fluir de la imagen y la conciencia al que su obra concede tanta importancia", asevera Lucía Aguirre.
Aún más audaz es el díptico que se proyecta sobre dos bloques de granito: Hombre en busca de la inmortalidad/Mujer en busca de la eternidad. En él, dos ancianos exploran con detenimiento sus cuerpos ayudados por una pequeña linterna buscando las evidencias del paso del tiempo, la enfermedad o el deterioro, explica Kira Perov, esposa y colaboradora desde 1980 de Bill Viola, lo que equivale a decir la profesional con la que ha materializado sus ideas y obsesiones, especialmente en la última década, cuando la enfermedad ha relegado al videocreador a una posición más discreta.
El silencio de los templos budistas y las catedrales católicas es algo que el espectador de Bill Viola: retrospectiva evocará al entrar en las salas del edificio vasco porque, a oscuras, sin apenas cartelas ni información, cada uno debe confrontarse con esas pantallas, paredes o losas sobre las que se proyectan unas imágenes de altísima resolución técnica que pueden sobrecoger, inquietar, dulcificar el alma o perturbar pero nunca dejar indiferente. El descuido o la ironía son aspectos completamente excluidos del universo estético y emocional de Viola.
La presencia dual del agua y del fuego adquiere un rotundo protagonismo en la obra dedicada a los personajes de la ópera wagneriana Tristán e Isolda, dos amantes que se odian y están condenados a entenderse, si no en esta vida al menos en la otra. Viola recupera en Bilbao el friso compuesto para la ópera con dirección escénica de Peter Sellars que el recordado Gerard Mortier estrenó en la Opera de París y programó en el Teatro Real en uno de los éxitos de la temporada 2014. Coincidiendo con aquel estreno, Viola presentó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid una selección de proyectos que dialogaban con las obras maestras de Zurbarán, Ribera o El Greco de la pinacoteca. Fue una experiencia sublime, discreta, casi íntima, muy distinta a la que ahora ofrece el Guggenheim por las dimensiones de estas salas de Gehry.
Con todo, los organizadores de la muestra consiguen alternar lo grandioso con lo más íntimo en las estancias más pequeñas, como la que acoge una de las obras más bellas: La habitación de Catalina, cinco pequeñas pantallas que recuerdan la predela del pintor sienés del siglo XV Andrea di Bartolo Cini en la que homenajeó a la figura orante de Santa Catalina de Siena. Cada jornada ilustra el sencillo misterio de una vida a través de los ciclos de la naturaleza, que se filtra a través de las estaciones del año por la ventana abierta. Una ventana que evoca a los pintores primitivos flamencos y a Vermeer.
Son muchas las piezas del itinerario pero la que lo cierra nos propone un Nacimiento invertido donde sangre, agua, placenta y excrementos nos recuerdan cómo venimos al mundo y cómo lo abandonamos, en una invitación a liberarnos del peso del cuerpo, la carne, las convenciones, el ego o el miedo. "Los fluidos representan la esencia de la vida humana: tierra, sangre, leche, agua y aire, y el ciclo vital desde el nacimiento a la muerte, que aquí se ha invertido, en una transformación de la oscuridad hacia la luz". Es la palabra de Bill Viola y ante esta catarata de fascinantes imágenes que vuelca sobre el visitante es inevitable recordarlas al volver a casa.
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