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Luis García Montero encontró la inspiración para su nuevo libro en Las uvas de la ira: cuando los campesinos pierden sus tierras, apenas llevan en su equipaje unas cuantas pertenencias; los objetos familiares, los muebles, las fotografías, todos aquellos enseres junto a los que transcurrió la vida, se quedan en la propiedad de la que han sido desposeídos. Esa escena planteada en la novela de Steinbeck conmocionó al granadino, que quiso hablar de "las cosas que no querría perder" e inició un inventario de esos artículos "que se han ido enredando en mi memoria", explicaba ayer García Montero sobre Una forma de resistencia (Alfaguara), que presentó en la Feria del Libro.
El autor de Habitaciones separadas, que regresa con esta obra a la prosa tras Mañana no será lo que Dios quiera, reivindica la necesidad de cuidar las cosas porque en ellas, en su componente afectivo, en sus vínculos con el tiempo del que proceden, se encierra la peripecia íntima de cada hombre. García Montero rescata del pasado la imagen de su madre limpiando el polvo a los objetos -"limpiarle el polvo a las cosas, a las viejas cosas con vida nueva, implica una lealtad, una lucha contra lo perecedero", escribe- y reivindica "el valor de lo cuidado" en una sociedad en la que "se produce con fecha de caducidad, para que haya que volver al mercado" y se impone una dinámica de usar y tirar, "no sólo en los trabajos, sino también en las relaciones personales", puntualiza el autor, "en la televisión se habla constantemente de relaciones físicas en las que utilizas a alguien y luego te olvidas".
Una forma de resistencia, esa rebelión a esa ética de usar y tirar, se propone como el retrato de un hombre un tanto desastroso que pierde siempre las gafas y los bolígrafos -y que por eso, nunca saca de la caja la Montblanc que le regaló Francisco Ayala, porque teme extraviarla-; que no se entiende con la variedad de lecturas que pueden sacar los espejos de uno mismo y que le pide a su mujer que le elija la ropa, no tanto esta vez por desmaña como por el valor sentimental de ese gesto; que siente "mucho amor" por esa butaca donde se entrega a lecturas y reflexiones y desconfía de los políticos "que se sientan en un sillón oficial sin dejar en su casa una butaca a la que volver con dignidad". García Montero sostiene que "el arte de vivir se parece siempre al intento de conservar debajo del cinismo al niño que ordena los lápices en su estuche y prepara la cartera para el colegio", y en ese disponer las cosas, en esa poética de lo modesto, el escritor mete en su maleta una carta infantil, un libro -y no tanto el que uno se llevaría a una isla desierta, "porque sería más interesante conocer el libro que nunca sacaríamos de nuestra casa"- o el primer disco que compró, precisamente uno de Serrat, que luego adaptaría un poema suyo y saciaría no sólo la vanidad, sino la reconciliación con ese niño de nueve años "al que no quieres traicionar".
El poeta, que teme que "esa mentalidad de usar y tirar" está reemplazando en el entorno laboral a los veteranos por trabajadores más jóvenes y peor remunerados, está rompiendo "el pacto pedagógico, ya no hay un maestro que te explique el oficio". En Una forma de resistencia aparecen diversos referentes que García Montero ha tenido en su vida. De Alberti guarda una corbata chillona que interpreta "como una herencia de su personalidad vitalista" y recuerda su "resistencia a elegir entre un autor u otro, entre Juan Ramón o Machado, Góngora o Quevedo, eso lo dejaba para los viejos cascarrabias" y su "respeto" por los jóvenes que se adentraban en la literatura. Con Ayala disfrutó de la conversación -"era un lujo hablar, en 2006, con alguien que había ido al estreno de Mariana Pineda"- y ahora valora "el pudor de la conciencia" que caracterizó al autor de Muertes de perro. Gil de Biedma, entretanto, protagoniza uno de los pasajes más divertidos del libro: en un coloquio, alguien le preguntó al poeta de Las personas del verbo cómo hacía para controlar "el sentido ideológico de los versos", y el barcelonés respondió con sorna que "si además de pensar en las palabras, en las imágenes, en la música, en el desarrollo de la historia y en la estructura del poema, estaba obligado a controlar la corrección ideológica de lo que necesitaba decir, también podía meterse una escoba por el culo para ir barriendo el suelo de la habitación mientras escribía", recuerda García Montero. Años después, el granadino opina que la ironía con que Gil de Biedma afrontaba las cosas "me ayudó mucho, en una época en la que era tan fácil el dogmatismo".
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