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La carnalidad y el sentimiento

Acantilado publica las conversaciones mantenidas con Francis Bacon por el especialista Franck Maubert.

La carnalidad y el sentimiento
Braulio Ortiz

20 de junio 2012 - 05:00

El olor a sangre humana no se me quita de los ojos. Franck Maubert. Acantilado. Traducción de F. G. F. Corugedo. Barcelona, 2012. 128 páginas. 12 euros.

En una ocasión, dos especialistas aportaban sus teorías sobre un cuadro de Francis Bacon que acababa de adquirir la Tate Gallery. Los investigadores ensalzaban la maestría con la que el pintor reproducía una chaqueta e imitaba la franela. Entonces, el autor de la obra expuso el proceso que había seguido para plasmar aquella prenda, unos pasos que los eruditos no podían sospechar desde una perspectiva academicista: había aprovechado el legendario desorden de su estudio para dar una consistencia inesperada a su creación. "Estaban convencidos de que era pastel: se quedaron pálidos cuando les expliqué que simplemente había metido el dedo en la costra polvorienta que cubre el suelo de mi taller. ¿Qué mejor que el polvo como material para un traje gris? Es ideal y aquí tengo para dar y tomar. Después lo fijé, como si fuera pastel, sobre una aguada ligera en gris. Este tipo de cosas no te las enseñan en Bellas Artes", revelaba sobre su trabajo el irlandés.

Así, convencido de que la creación es un acto de libertad, se muestra el artista en El olor a sangre humana no se me quita de los ojos. Conversaciones con Francis Bacon, un delicioso librito que en España publica Acantilado y que recoge una selección de las entrevistas que en la década de los 80 Franck Maubert, entonces contratado como periodista en la sección de arte de L'Express, realizó al autor en su taller londinense. Maubert había anhelado encontrarse con el dublinés desde que se topó por primera vez con algunos de sus lienzos. "Desde esos tiempos de juventud, su pintura ya nunca me abandonaría. Porque se engancha a ti, vive en ti, contigo. Una tormenta que se aferra y no te suelta más", escribe en el preámbulo. Esa admiración provoca que a veces Maubert disfrute de los encuentros como si hubiese logrado sumergirse en uno de los cuadros: "El rostro de Francis Bacon ejerce cierta fascinación. Siempre en movimiento. Asimétrico, da la impresión de desarticularse. Los párpados se pliegan, el ojo gira, la boca se tuerce. Viéndole hablar, ¿cómo no pensar en uno de sus autorretratos?", se cuestiona el autor. El entrevistado despliega en vida los mismos contrastes que posee su pincel, su personalidad carismática brinda las mismas sinuosidades de sus composiciones. Tiene, a los ojos del reportero, "un agudo sentido de la tragedia y la comedia mezcladas", como le ocurre a Shakespeare, uno de los escritores favoritos del artista; como uno de esos rostros irreconocibles en su agitación, tan característicos de su estética, él ofrece múltiples caras al mismo tiempo. El pintor "también podía dejarte desconcertado con su simplicidad y su lucidez, uniendo con naturalidad delicadeza y violencia, mesura y desmesura".

En sus confidencias, Bacon rechaza las ayudas del Estado al creador, que en su opinión conducen "a lo convencional, al academicismo", y se resiste a considerarse un gran artista. "Nunca sé cómo hacer un cuadro", revela. La exigencia hacia sí mismo no parece falsa, a continuación añadirá que durante "diez años lo destruía todo. ¡Y todavía a veces pienso que debería haber seguido destruyéndolo todo!". Pero pintar es un ajuste de cuentas con los demonios, un ejercicio de exorcismo tras el que el creador empieza a entenderse, a perdonarse, a creer que su paso por el mundo halla repentinamente un sentido. "Yo no pensaba ganarme la vida con la pintura, sólo quería explicarme a mí mismo. La creación es como el amor, no puedes hacer nada contra ella. Es una necesidad, eso es", sostiene sobre su oficio. En esas charlas Bacon se pronuncia igualmente sobre su estilo y define lo que él llamaba pintura clínica , una disección brutal y turbadora. "Una especie de realismo, pero no tiene por qué ser frío", explicaba. "A priori, no hay sentimientos. Pero, paradójicamente, puede provocar un enorme sentimiento. Clínico es estar lo más cerca posible del realismo, en lo más profundo de uno. Algo exacto y tajante".

Bacon, ateo pese a sus orígenes irlandeses, sí cree en algo: en la emoción como el motor que impulsa la actividad. "Si no tienes un tema que te roa por dentro, caes en lo decorativo. Se pueden encontrar cosas, sacar temas de los libros, de lo que te rodea, pero eso no basta. Ni aunque conozcas toda la historia del arte desde Egipto hasta nuestros días. Muchas veces eso resulta insuficiente. Yo necesito cosas que me emocionen profundamente", asegura. ¿Y qué más destellos deslumbran a un autor con predilección manifiesta por Velázquez y Picasso, que ha intentado inmortalizar en sus cuadros el gesto de "esa niñera que grita, que llora" de El acorazado Potemkin, que ve un poder "irreemplazable" en poetas como Esquilo o Yeats para hacer la realidad "todavía más cruda"? Por ejemplo, "las imágenes de animales salvajes corriendo. Es algo suntuoso, que me interesa en el sentido de que puede despertarme a una forma de tratar el cuerpo humano". Desde que tuvo una revelación en la sección de carnicería de Harrods, Bacon identifica los restos despedazados de otras bestias con la condición efímera del individuo. "Adoro los rojos, los azules, los amarillos, la grasa de la carne. Somos de carne, ¿no? Cuando voy a la carnicería siempre me parece sorprendente no estar allí, en el sitio de los trozos de carne", le dice Bacon a Maubert en esas sesiones de entrevistas. Su entusiasmo ante la carnalidad se concreta en esos cuerpos desnudos que perfila en sus retratos y que su artífice "nunca" calificaría como pornografía. "He preferido sugerir, me parece algo más potente; y, después de todo, ¿acaso no somos hombres desnudos frente a los sentimientos?", opina.

En el libro, el pintor se expresa con crudeza sobre sí mismo. "Soy viejo y feo. Y detesto mi cara, igual que me resulta penoso oír mi voz. Es espantosa. Lo mismo que ver fotos de mí mismo", reconoce. Y de nuevo una paradoja: alguien a quien cautivan "las heridas, los accidentes, las enfermedades, todo aquello donde la realidad abandona sus fantasmas", el apóstol de la descomposición y la fealdad como otra forma de belleza, admite que prefiere "a la gente guapa" y que "la juventud lo es todo".

En El olor a sangre humana... son muchas las ocasiones en las que Bacon deja asomar al hombre que hay detrás del artista. El que no esconde su debilidad por el alcohol -"sí, bebo: en cada botella hay tanta sutileza. Bebo demasiado"- y desvela el rencor hacia su progenitor -"me descubrió probándome la ropa interior de mi madre. Yo debía de tener quince o dieciséis, no mucho más. Se quedó tan asqueado que me puso de patitas en la calle"-. El amante que persigue "a personas mayores que yo" y que teme que su corazón va contracorriente. "Creo que no soy natural. Eso no es la vida. ¿Sabe? El amor es una enfermedad dolorosa, penosa, pero", concluye el pintor, "es una necesidad".

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