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Sobre una gran mesa, en la sala de exposiciones, se alinean pequeños trabajos, óleo o acrílico sobre papel. Al destello del apunte unen el cuidado de la obra acabada. Algunos son estudios previos de obras, otros tienen la marca del encuentro inesperado (fragmento del cuadro oculto por una estantería, breves relieves -blanco brillante- sobre un oscuro zócalo) y no falta el experimento, como el firme plano opaco escorzado sobre sucesivas bandas de color transparente. Uno de esos trabajos, un cuadrado negro rodeado de catenarias como las que en los museos protegen ciertas obras, hace pensar de inmediato en Marcel Broodthaers (no en vano la autora, Gloria Martín, anda por tierras belgas). Broodthaers, en 1972, expuso en Kassel dos obras, sendos cuadrados como el descrito. En uno de ellos aparecían verbos (hablar, escribir, pintar, formar, soñar) asociados a la actividad del arte pero terminaba con otros dos más decisivos: hacer, poder. En arte, como en todos los quehaceres humanos, de poco valen intenciones y proyectos, si falta la voluntad (y el riesgo) de hacer y el atrevimiento de poder. Es la pretensión del arte moderno que más escandalizó a las antiguas academias: el abandono de caminos trillados, reglas y fórmulas, para convertir el arte en autoafirmación.
Gloria Martín (Alcalá de Guadaíra, Sevilla, 1980) participa de ese empeño moderno al realizar un largo proyecto en el que quiere explorar y mostrar la cara oculta del arte. Hace algún tiempo llevó al lienzo marcos y molduras que encuadraban superficies en blanco. Los antiguos llamaron a esos elementos parerga, esto es, algo que para enfatizar y separarla de la prosaica realidad, rodea y protege a la obra, sin merecer por ello la calificación de arte. Gloria Martín sin embargo mostró sin ambages su dignidad. Hace poco más de un año, la autora se adentró en el museo en tiempos de guerra y desde las paredes desnudas o apuntaladas hizo pensar en el peso de una institución mil veces denostada pero sin la que apenas podemos imaginar el arte. Ahora ha decidido extraviarse en un taller de moldes: un laberinto que acumula los vaciados de los que en otro tiempo surgieron esculturas, frisos, relieves o simplemente ornamentos.
Este tipo de almacenes era frecuente en las antiguas academias. De ellos debía brotar aquello que era digno de llamarse arte y se proponía al aprendiz para que lo dibujara o sencillamente para que lo retuviera en la memoria, y supiera después cómo pintar o esculpir una expresión risueña u otra airada. Avanzado el siglo XVIII, cuando los ilustrados sacaron a la luz el valor inventivo -productor o creador- de la imaginación, el arte comenzó a deshacerse de tales prótesis: Hogarth se burlaba de los Patios de las Estatuas (modelos para el principiante, memoria obligada para el experto) y Diderot recomendaba abandonarlos cuanto antes para buscar auténticas expresiones del afecto. Gloria Martín recorre ahora los antiguos moldes para presentarlos como almacenes de la memoria. La escalera apoyada en los anaqueles hace pensar en buscadores de huellas más que de auras: en vez de encandilarse con las limpias formas de la escayola que, pese a su evidente artificio, hacen soñar con las bellas formas clásicas, prefiere reflexionar sobre los moldes que, humildes, las hicieron posibles. Estos moldes, además, son, querámoslo o no, signos de nuestro pasado: elementos materiales de cuanto vimos de niños y quedó en algún salón perdido del recuerdo. Estos moldes finalmente remiten de nuevo a Broodthaers, a los objetos que construyó con cáscaras de huevos o mejillones, moldes también (lo abona cierta sinonimia francesa, como destaca Curro González en el sugerente texto del catálogo) aunque en este caso de comportamientos alimentarios.
Gloria Martín añade a estas galerías de la memoria la presencia de la luz. Ventanas que pese a estar situadas en el fondo del vetusto almacén, entre dos oscuros anaqueles, se adelantan por su brillo; exactas piezas blancas sobre un cuadro, que convierten esos medios de restauración en luminoso ajedrezado, y planos de luz, como los que se usan en fotografía o cine para aumentar la claridad, que contrastan, por su nítida geometría, con las formas góticas que inician un transepto.
En todo caso un cuidado viaje por aquello que sin ser arte lo hace posible: Martín visita cuanto en el arte carece de magia pero la hace despuntar en la obra, y lo lleva a una pintura exacta y precisa, tocada sin embargo por dos insobornables, la memoria y el afecto. La muestra satisface pese a su instalación. La pintura clara y directa de Gloria Martín nada tiene que ver con los escenográficos muros oscuros y menos aún con la iluminación directa que restan profundidad a los cuadros. Martín supera esos obstáculos pero no se entiende por qué se los han puesto.
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