Todo era canto incandescente

La segunda entrega narrativa de Vicente Valero reúne tres hermosísimas semblanzas de los poetas Juan de la Cruz, Hölderlin y Fernando Pessoa

El narrador, ensayista y poeta Vicente Valero (Ibiza, 1963).
El narrador, ensayista y poeta Vicente Valero (Ibiza, 1963).
Ignacio F. Garmendia

15 de marzo 2015 - 05:00

El arte de la fuga. Vicente Valero. Periférica. Cáceres, 2015. 104 páginas. 14,75 euros.

Libro extraordinario, de nuevo, el que ha publicado Vicente Valero tras Los extraños, donde el poeta y ensayista ibicenco se acercaba por primera vez a la narrativa para convocar a figuras tutelares pero casi diluidas de la memoria familiar, personajes secundarios que dejaron en el autor un rastro de fascinación a partir de historias reducidas a pocos episodios reveladores y ni siquiera vividos, aunque esenciales en la construcción de un imaginario propio. Si entonces remitía Valero a los ascendientes de su linaje, en El arte de la fuga ha abordado las figuras de tres poetas fundamentales de tiempos y tradiciones muy distintos, pero hermanados por la voluntad común de trascender fronteras: nuestro Juan de la Cruz, el inmenso Friedrich Hölderlin y el no menos nuestro y también inmenso Fernando Pessoa. Tres gigantes a los que Valero se acerca no con las herramientas del crítico, sino desde una perspectiva recreadora e intimista, profundamente compasiva, que busca desvelarnos a la vez su grandeza y su tragedia, pues ambas conviven en personajes tan seductores como enigmáticos.

La estampa culturalista es, en el fondo, un género fácil, basta con acopiar datos y enhebrarlos en una relación medianamente verosímil. Si las que conforman El arte de la fuga -de huidas se trata, aunque resueltas en distintas direcciones- tienen un valor que va mucho más allá de la evocación histórica, es porque el autor, además de ser un prosista excepcional, no pretende emular el virtuosismo de los cuadros de época, sino acceder a la médula de experiencias que apuntan a la vida interior de los poetas y a la tensión dramática de la que nació su obra. Valero elige momentos muy precisos de la trayectoria de sus protagonistas y no elude algunas notas de contexto, pero su propósito, sólo hasta cierto punto biográfico, no es retratar las afueras, sino, como decía Teresa de Jesús, los adentros, el ascua viva que alumbró tantos versos memorables. No es que el libro -de una belleza que invita a la relectura inmediata, porque además ofrece sutiles correspondencias entre las semblanzas respectivas, por ejemplo cuando en la última se habla de la "noche larga y oscura" o de la "nada luminosa que somos"- contenga pasajes estremecedores, es que apenas hay ninguno que no lo sea.

Esos momentos, decisivos en los itinerarios de cada uno de los poetas, son la enfermedad y la muerte del hermano Juan, en la maravillosa estampa que abre la serie, tras el último de sus destierros (otoño de 1591) en un convento de Úbeda; el viaje a pie de un desesperado Hölderlin desde Burdeos hasta Stuttgart, más de mil kilómetros penosamente recorridos a lo largo de ocho semanas (primavera de 1802) en las que lo asaltan presentimientos "como raíces oscuras" a propósito de la suerte de su amada Susette; y la noche insomne de la epifanía en que el joven Pessoa, "un poeta de veinticinco años en cuya cabeza bullían versos desarreglados", escucha por primera vez (el 8 de marzo de 1914) la voz arrebatada del primero de sus heterónimos, el "fantasma montaraz" de Alberto Caeiro, guardador de rebaños. Es fama que el segundo, perpetuo morador de la "Hélade soñada", padeció durante décadas una demencia irreparable, pero de hecho los tres, por decirlo vulgarmente, estaban un poco locos. En el curso de sus desvaríos, sin embargo, como escribe Valero al abordar las dolorosas postrimerías del fraile moribundo, "todo era canto incandescente".

Lo elevado del espíritu refulge con tanta más nitidez en medio de la podredumbre, sean las llagas ulcerosas del hombre santo, el cuerpo exhausto del peregrino mendicante o la sordidez del cuarto en que un todavía muchacho enfrenta su segura derrota. "Había en las palabras de aquel poeta tan claro -leemos, en relación con Caeiro- una sabiduría que no era la del filósofo, sino la del contemplativo", y lo mismo podría afirmarse de Juan o del exiliado de la "edad de plomo", solitarios traspasados por la llama de amor viva, seres desdoblados -hermosísimas las frases en que se habla de aquel en femenino: "Ella, Juan, la esposa, gemía entre temblores y aquel morir sin compasión era también aurora sedienta"- y vulnerables, capaces de escalar las más altas cumbres pero a la vez recluidos o incapacitados, como hijos de Saturno, para llevar una existencia apacible. La prosa lírica de Valero, muy elaborada pero nada artificiosa, vale su peso en oro. Envolvente, musical, repleta de imágenes evocadoras pero a la vez muy precisa, es ella la que otorga a este libro, una joya, la condición de humilde obra maestra.

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