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El cante de Miguel Vargas

Flamenco

El profesor, filólogo y letrista José Cenizo publica la más completa aproximación hasta la fecha sobre el gran cantaor morisco, asentado en la localidad de Paradas

Miguel Vargas por Paco Sánchez, en la página 209 de este libro.
Juan Vergillos

30 de abril 2010 - 05:00

José Cenizo. Sevilla, Ayto. Paradas, 236 pp.

A veces las cosas son como deben ser. Ni más ni menos. El carácter llama a su afín, y no cabía otra sino que la biografía (el autor, consecuente con su oficio de filólogo, la llama simplemente semblanza) de este hombre y cantaor honesto la contara uno de los más honestos representantes de la reflexión flamenca. Me refiero a José Cenizo. Para mostrar su honestidad y su hombría de bien referiré una mínima anecdota lo suficientemente elocuente: hace unos meses, en estas mismas páginas, cometí una grave injusticia, fruto de un error de atención en la lectura (a veces tenemos que leer muy deprisa) al reseñar el anterior volumen de Cenizo, Poética y didáctica del flamenco. Pues bien, como la cosa estaba hecha, pedí disculpas a José y le ofrecí la sección de cartas al director para rectificar. No hizo uso de la misma, lo que revela su caracter de "caballerito y hombre bueno". No lo hizo por tal de que no se viera mi falta, asumiendo por amistad una que no era suya y que yo le asumía, sin duda en un exceso de celo profesional. Aquí va la reparación, José, que no quisiste tomar entonces y que te ofrezco hoy.

Todos los testimonios, incluidos los muchos que recoge esta obra de viva voz o de publicaciones periódicas y monográficas (en el capítulo titulado Miguel Vargas en la memoria de la afición y de la crítica), resaltan la honestidad y verdad de este cantaor como valores fundamentales en su arte y en su vida. No era necesaria dicha ratificación testimonial, aunque sí que resulta entrañable. No era necesaria en tanto que basta escuchar su voz, los cantes suyos que nos quedan, que fueron registrados, en vivo o en estudio, para comprender su corazón puesto al bies, su verdad de hombre asentado en la tierra.

De la Corona poética en homenaje a Miguel Vargas, esa sana costrumbre literaria de antaño, hoy en desuso, que recopiló en su día Cenizo para El Olivo, y que reproduce en esta obra, me quedo con la deliciosa viñeta de Juan Peña: todo contención y verdad, tal cual era Vargas, en forma de una sencillísima anécdota. Un verdadero relato corto flamenco, sin pretenderlo acaso, que se erige en cumbre de la prosa flamenca. Sí, esto también existe. Un tal Fernando Quiñones así lo proclama desde los años 50.

Pero sigamos con el tal Vargas. Lo que menos me gusta del libro (ya está aquí de nuevo el celo profesional, el bisturí del crítico sesudo) es el análisis de los estilos grabados por Miguel Vargas. Los autores de este análisis son Máximo López Jiménez y Antonio Bascón, verdaderos coautores de esta obra, ya que firman dos capítulos de la misma. No me gusta porque su análisis está marcado y sesgado por el mairenismo teórico militante, como prueban las citas de Mundo y formas del flamenco. Es un hecho que este contexto teórico está superado (aunque nos siga encantando la voz y el arte del maestro de los Alcores): eso de distinguir entre "cantes básicos" y fandangos es un absurdo: ¿puede haber algo más básico que el fandango que alimenta todos los estilos malagueños, levantinos, onubenses, al margen de los propios fandangos de Málaga, personales, etcétera. El fandango indiano está en la base, incluso, de la soleá, como saben. Pero este es otro cantar.

Hoy estamos con Vargas. El análisis temático de sus letras, firmadas por Moreno Galván y José Luis Rodríguez Ojeda, es una trascripción de una conferencia ofrecida por Cenizo en Paradas el año de la muerte del cantaor (1997). Es acaso el capítulo que más me ha gustado del libro, dada la calidad de los textos cantados por Vargas.

El cante de este morisco asentado en Paradas es claro como una fuente a la vera del camino, viril, directo, sin adorno, sin trucos, franco. Aprendimos en su voz, como en la de Menese, a gozar de la poesía flamenca en ese venero que se llama Francisco Moreno Galván. Viril en los tonos altos, e íntimo, dolorido, esencial, paño de nuestras lágrimas en los cantes a media voz y en los tercios llamados de tránsito.

Sólo lo pude escuchar en una ocasión. Pero qué ocasión. Fue en la Peña Torres Macarena. Sin amplificación de la voz, a solas con la guitarra de José Luis Postigo, su mano derecha de los últimos tiempos e íntimo amigo. La fuerza, la verdad... Todos esos sustantivos que he repetido en esta reseña. Desgranó un repertorio clásico a pecho descubierto. Murió pocos meses más tarde. Fue una de sus últimas actuaciones, para mí memorable. Un recital muy serio, amplio de repertorio y preñado de verdad.

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