Las calles arboladas del recuerdo
Literatura
Miguel Ybarra Otín publica ‘Todo lo que pasa cuando nada pasa’, un inventario de vivencias en el que ha buscado “un tono parecido a un abrazo”
“Recuerdo escrita en mi cuaderno una cita, de Anaïs Nin; hablo de memoria, quizás no exactamente así dice que no vemos las cosas tal y como son, sino tal y como somos. Supongo que hay mucho de eso en nuestros recuerdos”. Miguel Ybarra Otín (Barcelona, 1979) evoca retazos de su biografía en Todo lo que pasa cuando nada pasa (editorial MilMadres), un hermoso inventario de vivencias en el que este autor criado en Sevilla y afincado ahora en Zaragoza explora “todo lo que de subjetivo” hay en la añoranza. “Si miro atrás, me veo de niño paseando, cogido de la mano de mi madre, desde fuera. Creo que eso refleja muy bien cómo los recuerdos, al final, no son sino creaciones”, afirma Ybarra.
Inspirada por Días. Pasan. Cosas, un espectáculo de la compañía de Guillermo Weickert que llevó a Ybarra, entonces un joven crítico de teatro, a sumergirse en las páginas de Georges Perec, Todo lo que pasa cuando nada pasa traza un viaje por los paisajes cotidianos –las tiendas donde revelaba las fotografías o donde se despachaban las quinielas, en el barrio de Los Remedios– y reivindica el prodigio de “esos momentos que creíamos intrascendentes. Recuerdo, por ejemplo”, dice Ybarra en conversación con este periódico, “a mi madre entrando en casa y preguntando quién la había llamado mientras ella no estaba. Hoy, con los móviles, ya tenemos otra forma de relacionarnos con el mundo”. Ybarra reconstruye en el libro con una emocionada belleza esos rituales ya desaparecidos: “Recuerdo el teléfono viejo, color crema, su peso en mi mano, el sonido de la ruedecita, la agenda en la cómoda, los números apuntados, algunos tachados, otros memorizados, las conferencias a los abuelos, mi madre que me pide mirar tal nombre, tal apellido, o que me dice ¡Llama a Graciela: sesenta, cincuenta y dos!”.
El escritor, o el hombre que “duda, lee, escribe, viaja”, como lo define en las antípodas de la solemnidad la nota biográfica que incluye el volumen, hace suya una convicción de Borges, la de que cada día pasamos “al menos unos instantes en el paraíso”. Ybarra remueve las ascuas de la memoria para avivar un fuego amable que reconforte: antes que la pesadumbre de la elegía, prefiere la celebración. “Quería compartir recuerdos bonitos, dar gracias por la gente buena que ha estado a mi alrededor y las cosas interesantes que he podido hacer. Buscaba que el tono del libro fuera como un abrazo, que en cierto modo es la imagen que me sugiere la literatura”.
No todas las reminiscencias son plácidas: Ybarra se sintió en la infancia señalado por haber nacido en Barcelona. “Recuerdo que otro niño me dijera, a mis once años, que sentía asco cuando los políticos catalanes hablaban en catalán”, cuenta uno de los 338 párrafos numerados que componen Todo lo que pasa cuando nada pasa. “Mirado con perspectiva, compruebo que quizás eso hizo que no me sintiera de ningún sitio, que no me sintiera de aquí”. No fue hasta muchos años después, cuando trabajaba en China, que al narrador le asaltó un sentimiento de pertenencia: “Yo me reconcilié con Sevilla allí, y con mi país. Hasta entonces, la palabra España tenía para mí sobre todo connotaciones políticas, pero en la distancia España era mi familia, eran mis amigos, el paseo arbolado que hay en Jaca y por el que caminaban mis abuelos”.
Fue el idioma el que propició que Ybarra entendiera de dónde venía. “En mi primera clase de español en China tuve que dejar de hablar porque iba a empezar a llorar. Fue emocionante oír expresiones como buenos días, hola, que estaba diciendo gente de una cultura muy distinta, pero que eran las palabras que usaban cada día mis padres o mis hermanos”.
En Todo lo que pasa cuando nada pasa, ilustrado con fotografías personales del autor, Ybarra recorre mundo y visita enclaves tan diversos como Líbano, Bolivia, Albania o Corea del Norte. Algunos escenarios, como Siria o Ucrania, aún no conocían la devastación de la guerra. “Recuerdo”, escribe, “el trajín en el zoco de Alepo, los tarros, los colores, las balanzas, la carne de camello, el aire laberíntico, la escasa iluminación, y quienes hablaban, saludaban, entraban y salían porque tenían ahí su mundo, ése que desapareció tres años después”.
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