Ignacio Valduérteles
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Arte
Al contrario que otros pintores que encontraron en sus propios rostros un material digno de ser explorado, movidos quizás por la vanidad o interesados en la huella que dejaba el tiempo en sus cuerpos, Manuel González Santos (Sevilla, 1875-1949) cultivó el autorretrato en contadas ocasiones, como una anomalía en su producción. Son numerosos los personajes que inmortalizó en sus obras, entre ellos el Cardenal Spínola, Alfonso XIII, Luis Montoto o su discípula Carmen Laffón, perfiles en los que volcaba una mirada limpia y concienzuda a la figura humana, pero el maestro eludió exponerse a sí mismo y eligió la discreción como una forma de estar en el mundo.
En una de las inusuales estampas en las que se erigió en protagonista y se plasmó aún joven, cuando entraba en la treintena, se advierte esa reserva de su carácter: una expresión comedida preside su semblante, y junto a su silueta el reverso de un lienzo destaca sobre todos los rasgos de su carácter su condición de artista o de artesano. El óleo, fechado en 1907, forma parte del catálogo de El siglo del retrato. Colecciones del Museo del Prado, una exposición que se despide este domingo del Caixafórum Sevilla.
Adela Perea, nieta de González Santos, recuerda a su abuelo como "una persona tranquila. Murió cuando yo tenía nueve años, pero en mi memoria aparece como un hombre equilibrado y casero. Entonces no lo pensaba, porque era una niña, pero con el tiempo he concluido que poseía cierta timidez", asegura esta licenciada en Historia que publicó en la colección Arte hispalense de la Diputación de Sevilla una monografía sobre su familiar. En ella, la investigadora incide en la prudencia de un artista que "rehúye el trato de la prensa, no persigue el favor de la crítica. De carácter retraído y escasa vida social –aunque de amena conversación y sólidas amistades– es poco aficionado a tertulias y en el trabajo también procura mantenerse independiente, al margen de grupos; antes que cualquier otra cosa prefiere refugiarse en su estudio", escribe Perea en su libro.
No fue González Santos, precisa la nieta en una visita a la muestra del Caixafórum, un eremita que creara de espaldas al mundo. "Reunía a amigos y a alumnos en su casa", añade Perea, antes de subrayar las muchas ocupaciones que desempeñó el artista y que lo mantuvieron en contacto con la sociedad de su tiempo: fue director de la Escuela de Artes y Oficios y académico de Santa Isabel de Hungría, presidente de la Sección de Bellas Artes del Ateneo de Sevilla y director de las secciones de Bellas Artes y de Instrucción Pública en la Exposición Iberoamericana.
"Fue cotizado en vida y después prácticamente olvidado", lamenta Perea, que recomienda mirar a su antepasado "sin ningún cliché, libremente, sacarlo del conocimiento de grupos reducidos, de ese olvido parcial, y darlo a conocer como lo que es, un pintor dotado de un estilo muy particular, de un estilo propio, con una poderosa sensibilidad". En sus escenas costumbristas y paisajes conviven el poso de los clásicos, la luz de los impresionistas, una sensibilidad que persigue ante todo la belleza. "En la valoración que ha tenido su obra, también ocurrió con otros referentes de la pintura sevillana como Gonzalo Bilbao o Jiménez Aranda, pesó la irrupción de las vanguardias, que arrinconó lo que ellos hacían. Me da la impresión", sopesa Perea, "que en Francia estarían estudiando sus obras con interés, su legado se trataría de otro modo".
El siglo del retrato exhibe también un Retrato mortuorio de un hijo del artista, realizado en torno a 1906. Según se lee en la cartela que acompaña esta obra, "el pintor González Santos empleó a menudo el pastel, dada la especial delicadeza de esta técnica para el retrato, que aquí refleja el cuerpo sin vida de un niño. El género post mortem en su versión infantil tuvo un gran desarrollo en la España alfonsina como recuerdo de pérdidas comunes en la época, cuando las tasas de mortalidad de los más pequeños eran aún muy elevadas".
Ante este retrato, Perea vuelve a ese pudor que caracterizaba a su abuelo: "No sé de qué moriría ese niño, en casa no se hablaba del tema. Con la edad entiendes que eso ocurre a menudo: cuando tienes curiosidad por el pasado, ya no están los que te pueden responder", confiesa la experta, que escribió también el catálogo de la exposición que la sala Villasís dedicó a González Santos en 1989. La familia encontró una caja con fotografías del bebé y en ellas se aprecia que el pintor fue fiel también a la realidad en esta obra. "Sólo la parte de la boca es distinta", detalla Perea sobre este pastel que, pese al dramatismo de su tema, destila la serenidad y el amor por la belleza que guiaban al artista. González Santos revive a su hijo con la misma contención con la que en el resto de su producción plasmará otras figuras, que suele retratar con un aire ausente y una emoción austera. Esa sobriedad con la que posa, vestido de negro ante un fondo oscuro, iluminado el rostro, en el otro autorretrato del pintor que custodia el Bellas Artes de Sevilla, y en el que su protagonista mira al frente con una discreta firmeza, como si conociera el secreto de la elegancia.
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