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Una cadena para la muerte

Seix Barral publica las impresionantes memorias de Chil Rajchman, superviviente de Treblinka, que no vieron la luz hasta la muerte del autor a mediados de la década pasada

Cartel original que se conserva de la entrada del infausto campo de exterminio a 60 kilómetros de Varsovia.
Ignacio F. Garmendia

26 de enero 2014 - 05:00

Treblinka. Chil Rajchman. Epílogo de Vasili Grossman. Trad. Jorge Salvetti. Seix Barral. Barcelona, 2014. 240 páginas. 17,50 euros.

Existió el infierno en la tierra y su nombre era Treblinka. Como los vecinos de Belzec, Sobibor o Majdanek, elegidos por los nazis para poner en práctica la Acción Reinhardt, el campo de Treblinka no era de concentración sino de exterminio, por lo que no albergaba grandes instalaciones. Muy pocos de los miles de judíos que llegaban a diario vivían más de unas horas, de modo que no hacían falta las hileras de barracones que asociamos a otros campos. Era un recinto no demasiado extenso, perdido en un arenal entre pinos a 60 kilómetros de Varsovia, donde hoy se erige el Memorial. Estaba a cargo de un número relativamente reducido de guardianes o ejecutores -alemanes o ucranianos, ayudados por judíos reclutados a la fuerza- y dio servicio durante sólo catorce meses. Antes de abandonarlo, los nazis intentaron deshacerse de los cadáveres -que hasta entonces se habían acumulado en enormes zanjas, de las que fueron exhumados con destino a los hornos crematorios- para borrar las huellas de sus crímenes, pero no era posible destruir el rastro de tantas vidas aniquiladas. El único testimonio gráfico de lo que fue Treblinka muestra la fotografía de una de las excavadoras que se afanaban día y noche, pero sabemos con mucha exactitud lo que ocurría tras los muros de aquella fábrica aterradora, uno de los puntos clave en la geografía del Holocausto.

Cualquier recreación de la vida o la muerte en Treblinka debe tener en cuenta el frío y despiadado testimonio del unterscharführer Franz Suchomel, filmado por Claude Lanzmann en Shoah, donde el cineasta francés recogía las explicaciones técnicas que sobre el funcionamiento del campo aportaba el antiguo SS, quien resaltó su eficacia a la hora de "tratar" a los contingentes y el hecho de que ellos, los verdugos, se habían limitado a cumplir la tarea asignada. Junto al plano desplegado que señala con un puntero, el infame Suchomel, entre orgulloso y nostálgico, define Treblinka como "una cadena para la muerte" que, aunque "primitiva, funcionaba bien". En otra escena entona la canción maldita que aprendían los comandos judíos a los que se obligaba a colaborar en las labores de exterminio, con la que se les alentaba a que marcharan al trabajo "valientes y alegres", con esa típica mezcla de crueldad implacable y desinhibido humor negro -la canción termina con un "¡hurra!"- que caracterizaba a los genocidas. Lanzmann le pide que la repita más alto y Suchomel accede en nombre de la Historia: "Hoy sólo tenemos Treblinka, que es nuestro destino". Cuando ha acabado, afirma medio sonriendo: "No queda un solo judío que la conozca".

Sin embargo, quedaron algunos. Por inverosímil que parezca, entre los cientos de miles de desahuciados que llegaron a Treblinka, hubo unos pocos que lograron sobrevivir a la experiencia. Fue el caso del judío checo Richard Glazar -también entrevistado por Lanzmann- o de Chil Rajchman, un venteañero de Lodz que fue deportado junto a su hermana -gaseada de inmediato, como todos los ancianos, mujeres y niños y la gran mayoría de los hombres de cualquier edad- pero huyó milagrosamente tras la sublevación que tuvo lugar durante los últimos días de actividad del campo. Sabían que se enfrentaban a una muerte segura, pero ello no resta valor a su hazaña. Rajchman logró escapar de las batidas, llegar a Varsovia y trasladarse a Uruguay, donde se casó y formó familia. Tras su muerte en 2004 se conocieron estas memorias escritas en yidish, que Seix Barral ha publicado con un famoso texto de Vasili Grossman, el autor de Vida y destino, a modo de epílogo. El infierno de Treblinka está escrito (1958) cuando aún el escritor, que fue uno de los primeros en documentar los horrores del Holocausto pero padecería después la censura, se alineaba con el discurso oficial de las autoridades soviéticas, de ahí las reiteradas menciones al heroísmo del Ejército Rojo y a las gloriosas tropas del Volga, que habían defendido Stalingrado antes de liberar Polonia.

Tanto Rijchman como Grossman dan por buenas unas cifras de varios millones de muertos. Aunque sus argumentos se basaban en datos objetivos -el número de personas que cabía en cada vagón, el número de vagones que arrastraba cada tren, la frecuencia de los transportes según los habitantes de las poblaciones cercanas-, los estudiosos calculan que la cifra completa de personas se situó entre 600.000 y 800.000, durante el corto periodo de frenética actividad del campo. Ahora bien, tratándose de cantidades tan monstruosas, el total es lo de menos, salvo por el hecho de que cada uno de esos hombres y mujeres que los nazis habían cosificado hasta convertirlos en "escoria" -aquí cabría recordar la célebre frase de otro asesino múltiple, Stalin, quien afirmó que la muerte de una persona constituía una tragedia, pero la de un millón era mera estadística- tenía su historia propia y era, como viene a decir Grossman, un individuo irrepetible, algo en lo que las bestias cebadas como Suchomel no repararon nunca.

Una prestigiosa cabecera francesa destacó la fuerza literaria de estas memorias, pero hay que matizar que esa fuerza no tiene que ver con alardes de estilo, sino con la sobriedad, la desnudez y el laconismo que caracteriza a los mejores testimonios de la Shoah. Todo lo que cuenta Rajchman nos es ya conocido, pero leemos Treblinka con el estremecimiento de quien asiste -el relato, estructurado en breves capítulos, se sirve del presente histórico- a un drama casi inconcebible del que no se ahorran los detalles. Sabíamos que los gases de los cadáveres ondulaban el terreno, que la sangre rebrotaba a través de la tierra herida, que el hedor de la muerte se extendía por decenas de kilómetros a la redonda, pero no es lo mismo leerlo en los libros de Historia que en las palabras de un reviniente -como los llamaba Lanzmann- que había conocido el infierno de primera mano y pudo sobrevivir para contarlo.

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