La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Más allá de la voz de la Laura Gallego
Bonald, premio Cervantes
Cádiz/¿Qué se le pasaría por la cabeza a ese hombre con fama juvenil de deslenguado y contestatario, al que no sería difícil suponer detrás de una pancarta, endomingado, al lado del ministro que sube el IVAa la Cultura y con el que la Cultura está de uñas, y al heredero de una corona que vive sus horas más bajas, mientras atraviesa un pasillo de banderas republicanas?
Ser laureado necesita protocolo. ¿Qué piensa Bonald del protocolo?. Que le abruma. El hombre abrumado, ya octogenario, ya mucho más necesitado de la rutina que de la algarada, acude obediente, él tan desobediente -así le gustaba anunciarse- a la llamada del protocolo. ¿Qué piensa Bonald? Un laureado tiene que ser un caballero.
Caballero es caballero, que nació en la calle Caballeros de Jerez, que corría 1926 y entonces había rey, que leía de niño los capítulos seleccionados de un caballero loco que creía salvar damiselas que, en la realidad que no existía para el aventurero, eran zalameras. Caballero se hizo caballero llevando a su novia, con la valentía de un cruzado, a pasear de los barrios al centro tomado por los ‘señores’ de la ciudad (no necesariamente caballeros).
Huyó el caballero a nuevas andanzas, a lugares inhóspitos, a una ciudad muy grande, muy pobre y muy gris y quizá aprendió que no siempre uno tiene que ser caballero si lo que hay que conquistar es una noche de parranda acompañado de golfos lunáticos que recitan como un rosario lo más salvaje de Quevedo.
Fue más aventurero el caballero y cruzó el mar hasta Bogotá, donde traspasó selvas, sudó sudor húmedo, sudor de fiebre y recreó sus lecturas de cuando era un niño que miraba desde las azoteas soleadas de la calle Caballeros, el caballero.
Regresó el caballero a la ciudad pobre y triste, donde moría el general a ritmo de jazz y flamenco. La ciudad pobre tenía colores y el caballero gozó del tiempo en el que los suyos se convertían en dueños de la aldea. Los molinos eran gigantes y el poder trajo traiciones. Observaba el caballero que el mundo es mutante y barroco, como lo que él garabateaba, como lo que él construía, tan alejado del realismo que era mitológicamente real. El caballero, en su defensa, seguía leyendo libros de caballerías.
Y llegó un día que fue perdiendo por el camino compañeros de andanzas. Desaparecieron los quijotes y los sanchos; por desaparecer desaparecían los burros y los rucios. El caballero se fue quedando solo en el pedestal de los laureados. Dado a la sorna que da el paso de los años, con la ironía que dan los veranos en Sanlúcar como los gatos tomando el sol y bebiendo manzanilla, recibió, posiblemente con un inmenso aburrimiento, la noticia de su ascenso a los olimpos que quizá él vio como el ascenso a los cadalsos del protocolo.
El caballero que nació en los años del rey exiliado, pasea ahora escoltado por el heredero del Rey, rodeado de banderas republicanas, en lo que es sin duda un momento más de una trayectoria en la que, tras perforar los odres de vino, la realidad de los realistas se muestra esquiva y los barrocos celebran el triunfo del lenguaje descoyuntado.
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